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UN ÚNICO PROPÓSITO




¿Te ha ocurrido que, tras momentos de inspiración o de profunda paz, quizás descansando en meditación, te has visto automáticamente atrapad@ en las mismas experiencias conflictivas, agitadas o cansinas que tan lejos te parecían momentos antes?


A mí, con frecuencia… ¡Qué doloroso es ese salto! ¿verdad?. En la quietud, sentimos con claridad el poderoso anhelo de vivir desde la consciencia amorosa que somos, dejando que todo lo que va y viene se mueva naturalmente, sin aferrarnos a nada. Descansamos en la paz de simplemente ser. ¿Qué ocurre entonces al comenzar a movernos en las situaciones cotidianas?


Pues muy sencillo: llevados por la inercia, dejamos que los objetivos confusos de la persona con la que nos identificamos sigan dirigiendo nuestras acciones e interpretaciones de la realidad. Nos olvidamos del profundo anhelo de vivir desde un único propósito: ser lo que somos. Dedicar nuestra vida a ello no consiste en concedernos de vez en cuando unos momentos de pausa o meditación. No consiste en aliviarnos periódicamente de la vorágine y la pesadez que supone perseguir objetivos personales y contradictorios que nos agotan. Anhelamos mucho más. Merecemos la totalidad, no unas migajas.


Dedicar nuestra vida a lo que de verdad amamos supone un cambio tan radical de perspectiva que, inmediatamente, se ponen en cuestión todos los objetivos, muchas veces contradictorios, que mueven nuestros actos.


Si nos damos cuenta, cada cosa que hacemos tiene una finalidad que parece venir dada y que moviliza nuestras energías. Estar con alguien, comer, consultar el teléfono móvil, hacer una llamada, ir al trabajo, vestirnos o desvestirnos, hacer deporte… Son cosas que hacemos normalmente y que cumplen fines utilitarios en la comedia de nuestra vida. Nada que objetar, ese es el juego. Raramente nos preguntamos…¿para qué es?


Mientras vivimos tan involucrados en la representación, creyendo ser el personaje de la película, es normal que sus metas de supervivencia absorban nuestro vivir. Sin embargo, una vez que reconocemos el juego, las motivaciones de la trama que antes nos parecían tan auténticas, dejan de serlo.


Hemos descubierto la presencia que somos, la conciencia viva que alienta las escenas y éstas dejan de tener el valor que les dábamos. Podemos disfrutarlas, pero ya no necesitamos entregarles nuestra credibilidad ni nuestra identificación. Al salir del escenario (eso podría ser la meditación) descansamos del peso de habernos identificado con tantos roles innecesarios. Sin embargo, ocurre que, al volver a escena, se nos olvida nuestra verdadera identidad y nos vemos de nuevo movilizados y absorbidos por motivaciones que, aunque sabemos que son ficticias, hemos alimentado durante tanto tiempo, que nos parecen reales.


Por eso es necesario recordar en todo momento lo que amamos: un sólo propósito, una sola meta, ser lo que somos en cada situación de nuestra vida. Ninguna de las situaciones que vivimos tiene el poder de amenazar nuestra integridad, como ninguna representación de un personaje de teatro puede impedir que el actor se reconozca como tal, en lugar de confundirse con el papel que representa.


Cada detalle de la vida aparece ante mí para recordar una sola cosa: soy la Presencia que todo lo envuelve, la luz que todo lo ilumina. Envolviendo cada situación, permitiendo su constante devenir, ahí me encuentro como espacio abierto, en lugar de confundirme con un personaje que utiliza lo que acontece para perpetuarse. Seguir ciegamente los objetivos privados de ese personaje, centrado en su propia supervivencia, es lo que me lleva al olvido del ser. Desde este único propósito unificado, el mundo se convierte en un espacio en el que descubrir la libertad que soy.


Requiere, eso sí, una entrega que me involucra, momento a momento, en una aventura de descubrimiento apasionante. Todo se hace muy intenso, todo está aquí para alentar mi único propósito, amar y contemplar lo que aparece, en vez de utilizarlo para negar mi ser.



Fotografía de Fran Carmona.

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