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EL JUEGO DEL ESCONDITE



Mi vida, como muchas vidas, ha estado marcada por una alternancia constante entre dos actitudes muy recurrentes.


Por un lado, mi naturaleza apasionada e intensa me lleva a sumergirme y entregarme completamente en las experiencias, apurándolas hasta el fondo. Alternativamente, decepcionada por el desgaste y los precarios resultados de mis aventuras, he tendido siempre a distanciarme estoicamente del escenario, manteniéndome en un espacio de interiorización que despreciaba ese contacto fascinante con la vida. Apoyada en filosofías que me situaban en un mundo espiritual independiente de las cosas y las situaciones, me parecía poder descansar ahí de ese vaivén tan intenso que me dejaba agotada y sin inspiración. En mi soledad la recobraba y, durante ese tiempo de alivio, me parecía que podría quedarme siempre ahí, reposando en el fondo del océano, sin contacto con las agitadas mareas de la superficie. Rehuyendo situaciones y experiencias del mundo, creía encontrar por fin mi equilibrio.


Pero en realidad, ninguna actitud evitativa nos ofrece la verdadera paz. La sequedad, el frío y la sensación de aislamiento se hacían insoportables tras un tiempo de apartamiento. Tarde o temprano, la vida terminaba llevándome de nuevo a jugar con las olas.


Y eso era necesario. Pues en realidad... ¿qué tenían de malo las olas? ¿Por qué temerlas o evitarlas? Las olas, las formas, las experiencias, no son, en sí, ningún problema. Nuestro sufrimiento surge, simplemente, porque buscamos algo de ellas. Creemos que pueden aportarnos algo que no tenemos y que suponemos albergan. También es esa la causa de que nos impliquemos en ellas tan ciegamente, sin medida. Les damos toda nuestra atención, dedicación y energía porque, en el fondo, esperamos algo de esa entrega.

Tras esa pasión furibunda con la que nos lanzamos a las experiencias, con frecuencia, lo que nos mueve es una búsqueda compulsiva de compleción que queda disfrazada ante nuestro aparente entusiasmo. Aunque parece que estamos viviendo con intensidad, en realidad estamos, muchas veces, buscando con intensidad. Y esa búsqueda es la que nos impide vivir realmente las experiencias, quedándonos sólo con nuestra sesgada interpretación de ellas.

Atraídos hipnóticamente por sus llamativos reflejos, no nos damos cuenta de que, aunque son expresiones vivas de lo que amamos, no pueden ofrecernos la consistencia que anhelamos. Y la anhelamos porque es nuestra esencia.


Sin una consciencia de nuestra compleción, del ser que somos, el contacto con las olas de la existencia se da desde la pequeña identidad separada, que se cree carente y busca su plenitud en experiencias que sólo pueden darle migajas.


Agotados de este vaivén buscador y evitativo que se alterna, la amorosa Madre Vida va destilando en el corazón una hermosa sabiduría, una invitación que, cuando la acepto, me hace cantar dulcemente en mis adentros.


No hay nada que evitar ni nada de lo que apartarse. Ninguna experiencia tiene en sí, el poder de salvarme o de dañarme. Lo importante es desde dónde las vivo. Dejar de identificarme con un yo necesitado y descubrir mi verdadera naturaleza, me permite vivir y disfrutar de la riqueza de cada instante, sea cual sea la forma que tome. Sabiéndome plena, una con la existencia, cada momento, con todo su fascinante despliegue de vivencias, está ahí para ser abrazado, vivido, degustado profundamente, reconocido como una expresión sagrada y majestuosa de la Vida. En mí, ella se conoce y se enamora de sus infinitas formas, descubriéndose en el trasfondo de todas.


Sin considerarme un ente separado y carente, no puedo percibir el mundo de las formas como entes separados susceptibles de darme o quitarme algo. Aparecen momento a momento ofreciéndome una aventura apasionante: descubrir en el corazón de cada experiencia la misma realidad (SAT) y la misma consciencia (CHIT) que yo soy. Y ese es el verdadero goce (ANANDA), el disfrute más profundo que nos está disponible en cada instante. Y ése es el apasionante juego del escondite al que estamos siendo constantemente invitados.


Víveme, degústame, siénteme -dice la Vida-. No me niegues, no te separes de mí... Bébeme hasta el fondo y descúbreme en cada sorbo, en cada gesto, en cada paso, en cada dolor, en cada abrazo, en cada caída, en cada llanto... ¿Puedes encontrarme más allá de esta apariencia?



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