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EL CANTO DE LAS SIRENAS



Siempre me ha llamado la atención, en la leyenda de Ulises, el episodio en el que el héroe decide atarse al mástil del barco para no sucumbir al canto de las sirenas.


Según se cuenta, éstas poseían una voz tan dulce y seductora que atraía poderosamente a los marineros. Los embelesaba tanto, que para poder escucharlas mejor, saltaban del barco y llegaban a perecer ahogados en el océano.


Ulises, para evitar su influjo, ordenó a todos los hombres que navegaban con él que se taparan los oídos con cera al pasar por el territorio en el que ellas se movían. Él permanecería atado en el mástil, habiéndoles ordenado a sus marineros que bajo ningún concepto lo desataran, por mucho que él les suplicara. Así, se convirtió en el primer hombre que pudo soportar el canto de las sirenas sin sucumbir a su atracción.


Para mí, las sirenas simbolizan el mundo de las formas, ese que nos hipnotiza tanto que solemos perdernos en él. Quizás, lo primero que evoquemos sean esos impulsos automáticos o adictivos que nos llevan a tomar algo o a recurrir a cualquier actividad que parezca llenar el vacío o calmar el malestar emocional que sentimos. Sí, son un tipo de sirenas muy llamativo, pero no olvidemos que esos impulsos son sólo un efecto de habernos dejado seducir por otras cuyos cantos nos cuesta identificar.


Las sirenas son también los pensamientos hipnóticos, esos a los que les hemos otorgado tanta energía con nuestra credibilidad que nos confundimos con ellos. Las emociones que generan al creerlos son también sirenas que suelen captar nuestra atención hasta perdernos en sus alternancias, intentando deshacernos de ellas. Como resultado, aparecen esos impulsos evitativos o adicciones ante los que nos parece tan difícil permanecer en la fortaleza y la lucidez de la consciencia.


El gesto de Ulises de atarse, en vez de simplemente taponarse los oídos, es el que más me inspira. Taparnos los oídos es lo que normalmente hacemos, volver la cabeza, distraernos, evitar mirar esos pensamientos que creemos inconscientemente y nos atormentan, taponar nuestros poros al sentir de lo que nos conmueve las entrañas...


"Atarnos" al mástil es la decisión valiente de recuperar nuestro alineamiento con la verdad de lo que somos, la perspectiva profunda de la existencia. Y requiere aquietamiento, sí. Requiere, muchas veces, una firme decisión: "De aquí no me muevo, pase lo que pase. Sienta lo que sienta, estoy dispuesto a mirarlo y a oírlo todo." Es lo que decidió Buda cuando se sentó bajo el árbol de Bodhi. Esa decisión adviene en nuestra vida cuando, después de haber sufrido por haberle dado valor a lo que no lo tiene, decidimos aventurarnos a descubrir lo que somos. Y se nos ofrece momento a momento.


"Atarse" puede sugerir connotaciones muy drásticas en la mentalidad de nuestros días, en los que la facilidad y la autocomplacencia parecen sustituir la verdadera felicidad que hemos olvidado. Sin embargo, para mí, si comprendemos bien su simbología, puede abrirse una puerta en nuestro interior.


El mástil al que "me ato" es la luz de la consciencia, la vida amorosa que me sostiene, mi verdadera naturaleza. Atarme es aceptar aquietarme en el espacio del instante presente y permanecer abierta ante todo lo que se mueve, dejándolo moverse, experimentando todos los tironeos, tanta intensidad viva sin interferir, permitiendo que todo se mueva en mí. No es rechazar la vida, sino acceder a vivenciarla en todos sus matices desde la quietud.


Puedo percibir que esto es un esfuerzo cuando me encuentro inmersa en una nube de pensamientos confusos, en una tormenta emocional o arrastrada por impulsos intensos... En realidad, es una profunda decisión que tomo: salir de la horizontalidad y conectar con la perspectiva vertical de la existencia.


A medida que acepto aquietarme en esa segura sujección, la atadura se revela como abrazo, el poderoso abrazo de la madre que sostiene a su hija insuflándole su vitalidad, esa que se suele disipar cuando olvidamos la fortaleza que somos, siempre disponible en nuestro corazón. No es a la fuerza de voluntad personal a la que estoy refiriéndome. La persona, por sí sola, no puede nada, ya que ella misma está fabricada de ese manojo de pensamientos, sentimientos e impulsos con los que nos confundimos. Desde esa confusión, sólo podemos ofrecer el gesto, la intención de entregarnos al mástil, de atarnos a él, de que sea la poderosa Vida la que dirija nuestro presente en lugar de esa voluntad personal que trata de sobrevivir agarrándose a las pequeñeces que parecen darle entidad.


Finalmente, abrazarnos al mástil es un gesto profundo de amor, del verdadero amor que hemos olvidado. Amor por lo que somos y profunda confianza en su infinito poder, en su fortaleza siempre presente. Amor que no desprecia nada, sino que permanece sosteniendo todo lo que sucede sabiendo que todo son expresiones de sí mismo. Amor que, al ser vivido uniéndonos a él, nos devuelve el sabor de la felicidad auténtica y profunda, más allá de los sucedáneos y las sirenas con los que nos solemos distraer.






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