VER REALMENTE

“Y vio Dios que todo era bueno”

El pequeño yo, desde su perspectiva, sólo percibe división: objetos desconectados entre sí de los que se separa juzgándolos, etiquetándolos, interpretándolos…Lo importante es saber que esta forma de percibir es sólo una entre muchas otras posibilidades.

Hemos elegido ver así como humanidad. Ha sido una elección colectiva aparentemente inconsciente, que ahora lo envuelve y lo condiciona todo al habernos identificado con ella. Pero esa decisión puede ser revocada.

Hay otra manera de ver. O quizás, una visión real, más allá de esta percepción que surge de una mentalidad no alineada con la unidad de la vida. En el mundo real, la separación no existe. Al creer en ella, sin embargo, empezamos a percibir de forma desenfocada.

Cuando elegimos ver lo real, lo que es, cambiamos totalmente la perspectiva. Volvemos a la fuente del ver auténtico. Nos unimos a nuestro ser y, simplemente, dejamos que todo sea como es. Contemplamos todo como lo hace la luz del sol, envolviendo, penetrando, sin juzgar, sin separarse de nada, ofreciendo un espacio de calidez inmenso para todo lo que aparece en su radiación. Esa es la verdadera visión. Y es la visión natural, que no demanda esfuerzo alguno, pues no necesita interpretar ni juzgar nada. Por ello, no se separa de nada.

No podemos ver realmente ningún objeto sin incluir el espacio en el que aparece, la luz que lo sostiene.

La percepción habitual se queda adherida a las formas, a los contornos que separan esas formas del espacio luminoso que las permite y las sostiene. Se queda prendida en los objetos, sin percatarse de que ellos sólo son posibles gracias al espacio en el que aparecen, del que no están separados. Como se dice en el Tao Te Ching: Vemos los ejes de una rueda, pero no nos damos cuenta de que sin el espacio entre ellos, no sería posible la rueda; vemos las paredes y objetos de una habitación, pero no nos damos cuenta de que es su espacio el que nos permite contemplarlos.

Esa es la gran carencia de la percepción egoica: se queda ceñida a la formas, a lo aparentemente sólido, pues ese es el mundo en el que cree. Y es un modo de ver totalmente parcial, que da por cierto lo que quiere percibir: la apariencia, la superficie, los objetos.

Sin embargo, este mundo que el ego cree ver no es verdad. No existe la solidez, como nos explica la física cuántica; no existe la separación. La esencia de cada objeto aparentemente sólido es espacio. Todo es energía luminosa en diferentes grados de densificación, aunque nuestros ojos no lo ven. Nuestros sentidos han sido condicionados para centrarse en la apariencia externa, apoyando así el sistema de pensamiento en el que hemos basado nuestra vida. No podemos, por tanto, confiar en ellos para ver de forma auténtica.

En nuestra percepción separada de la vida, los fenómenos aislados se nos aparecen sobredimensionados y el fondo, perdido. Como si no existiera el espacio que los contiene. Las cosas, las sensaciones, las personas, los pensamientos… los percibimos desvinculados de la totalidad en la que suceden. Nuestra atención se queda aferrada a ellos estrechándose así nuestra consciencia, perdiendo la visión de la totalidad.

Necesitamos un entrenamiento para recuperar la visión. Dudar de todo lo que hemos creído ver hasta ahora, pues lo hemos percibido de forma desenfocada, privado de su esencia, despojado de su fundamento, del espacio luminoso que todo lo sostiene. Eso no es ver.

Sin esencia, lo que vemos son sólo fantasmas de la realidad, sombras alteradas de la verdad. Huecas de sentido. Un mundo así percibido sólo engendra abatimiento y soledad.

Ya desde muy niña, me acompañaba un profundo sentimiento de frustración y decepción. Observando el mundo que me rodeaba, centrado en conseguir cosas, en lo que pasaba, en los objetos que me rodeaban, me sentía ahogada. Tenía la sensación de que algo muy esencial faltaba, pero no sabía qué era. Anhelaba espacio, amplitud… Huía con frecuencia de los ambientes pesados buscando la naturaleza abierta, pues ella me recordaba mi cielo interno. Aún no sabía que ese cielo estaba dentro, era mi naturaleza profunda y que el no percibirlo era sólo un error de enfoque al que todos nos habíamos habituado.

Si queremos dejar de sufrir, necesitamos recuperar la visión. “Quiero ver”, le decía aquel ciego a Jesús. Cuando nuestro deseo sea realmente así de intenso y hayamos reconocido nuestra ceguera, la visión será posible.

El entrenamiento consiste en ir más allá de lo que parece estar separado y aprender a verlo integrado en el espacio mayor que lo sustenta, penetrado y sostenido por él. Y así, cada instante, cada situación, se convierte en una oportunidad para descubrir la realidad que subyace por debajo de lo que nuestros sentidos nos muestran.

Detenernos es fundamental. Sin esta pausa, nuestro funcionamiento habitual nos lleva automáticamente a dar vueltas en torno a los fenómenos cambiantes que percibimos y a reforzarlos con nuestro hacer pensante. A hacer cosas para arreglarlos, para mantenerlos o para evitarlos. Así se perpetúa nuestra pequeña identidad.

Nuestra gran necesidad es detener el hacer. Soltar la actividad pensante. Aquietarnos y atrevernos a contemplar. SER en medio de todo lo que estamos viviendo. Conectar vitalmente con lo que experimentamos, sentir la vida que nos respira atentamente. No hacer nada es la puerta a una visión mayor, más allá de la percepción habitual de la pequeña mente prendida de los objetos que van y vienen y sintiéndose víctima de ellos.

La amplitud puede manifestarse naturalmente si no reforzamos el mundo de las formas cambiantes con nuestro enfoque en ellas.

Extracto del libro “Del hacer al ser”, Editorial SIRIO.

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