Estos días, intensos en emociones que nos conmueven, se nos ofrecen también cargados de nuevas posibilidades, de caminos a explorar sin necesidad de desplazarnos, sin necesidad casi de movernos. Aquí, en la inmediatez de nuestra experiencia.
Tanta intensidad emocional, tanto temor, incertidumbre, dolor… despertados por las situaciones que estamos viviendo, se encuentran ahora, en muchos momentos, sin las habituales vías de escape con las que solemos evitarlos. Solemos tapar nuestro sentir recurriendo a todo tipo de actividades que devienen adictivas al ser usadas de modo evitativo: comer para calmar la sensación de vacío, beber o tomar cualquier sustancia, hacer todo tipo de cosas, salir, hablar con la gente, usar el móvil sin medida, hacer mucho deporte… Sintiendo esta inquietante marea de fondo emocional a la que no hemos aprendido a atender, buscamos cómo anestesiarla, ocultarla, disimularla o desahogarla imperiosamente. Ante la necesidad de quedarnos en casa, el malestar que sentimos puede hacerse más evidente y perturbador.
Nadie nos enseñó a familiarizarnos con estos paisajes abruptos, desolados, agotados, ansiosos… que parecen amenazarnos por dentro, que parecen pedir algo que los calme o disimule. En realidad, su verdadero anhelo no es ese: buscan nuestra presencia,
buscan amor. En su vulnerabilidad y sensación de carencia, anhelan la compleción, la plenitud y la conexión que una sustancia, una relación o un logro, no pueden darles. Debajo de cualquier búsqueda adictiva sólo hay un anhelo de presencia que, yéndonos a pensar o a echar mano de algún paliativo, no podemos ofrecernos. El vacío que sentimos es, simplemente, el efecto de esa ausencia o desconexión de la vida presente.
Y, estos días, aunque sigamos intentando distraernos de lo que sentimos con todo tipo de recursos, tarde o temprano, y ahora más que nunca, tales conductas se revelan inútiles. Aunque sigamos recurriendo a la más habitual, pensar sin cesar, antes o después terminaremos rindiéndonos y aceptando sentir y abrazar lo que evitamos.
En cualquier momento, nos sorprenderemos abriéndonos a llenar ese vacío que tanto nos asusta de lo que realmente puede llenarlo, nuestra amorosa consciencia.
Tenemos delante una oportunidad de oro: abrirnos, desde la intimidad de nuestro ser, a esos espacios tan temidos permitiéndoles expresarse en forma de sensaciones, emociones, pensamientos… sin tratar de eliminarlos, ocultarlos ni taparlos. Podemos aprender a descansar mientras ese caudal de vida se mueve, permitiéndole su desenvolvimiento sin necesidad de identificarnos con sus demandas.
Un impulso adictivo es una puerta, una invitación a sentarnos con esas áreas de nuestra vida que, al haberlas rechazado siempre, nos parecen amenazadoras. No lo son. Podemos considerar el mismo impulso de taparlas o evitarlas como una petición de atención, un anhelo de amor. Amor como presencia, intimidad, acogida, espaciosidad y comprensión. Cuando aceptamos aquietarnos y descansar mientras todo se mueve por dentro, estamos ofreciendo a nuestros impulsos lo que realmente anhelan, no lo que parecen querer. Como niños asustados, parecen buscar golosinas, entretenimientos… pero en realidad, como toda madre o padre sabe, tras su insistencia, sólo hay una necesidad: “acompáñame, acógeme, siénteme, quédate conmigo.” Esa es su profunda demanda, disfrazada de rabieta aparentemente empeñada en conseguir el capricho del momento.
Os dejo una propuesta meditativa que puede acompañar un momento así. Extraída del libro “Del hacer al ser”, puede inspirarnos a contemplar esos impulsos habituales desde una nueva perspectiva: el amor.