LAS RAÍCES DEL SER

Hace un momento, mientras me despedía de mi hijo, que salía de viaje, me escuché decir: “Manténte unido a tus raíces. Es de ahí de donde surge y se despliega el árbol. Es de ahí de donde brota la fuerza para hacer crecer todo lo demás. Estamos todos tan fascinados con las flores y los frutos, tratando de conseguirlos, olvidándonos de su origen, de la fuerza que los hace crecer… Manténte en las raíces, hijo. Las flores y los frutos llegan en su momento, sin tenerlos que buscar.”

Él lo sabe, yo lo sé. Recordárselo a él es recordármelo a mí.

Me estaba refiriendo a la necesidad de volver al Corazón, a la consciencia que somos, retirando un poco la atención de todos esos objetos que nos atraen de modo tan hipnótico y en los que se nos va la vida. El mundo que percibimos parece estar compuesto de todo tipo de fenómenos y situaciones que nos encandilan. Hacia ellos nos dirigimos ciegamente abandonando nuestra tierna vulnerabilidad, por miedo a sentir en el presente ese vacío que no sabemos cómo interpretar y que, por ello, nos aterra. El vacío de ego, el vacío de personalidad que experimentamos cuando nos aquietamos, parece decir: “aquí no hay nada a lo que agarrarse, nada que brille, nada que atraiga…” Tan habituados estamos a movernos hacia esas cosas llamativas y a alejarnos de lo que no parece brillar, que el espacio transparente del ahora se nos antoja amenazador… “¿Dónde estoy, qué hago aquí, qué soy?” Y al no encontrar una respuesta intelectual y clarificadora, emprendemos de nuevo la carrera hacia otros sitio en el que podamos definirnos por lo que hacemos o conseguimos o quizás, simplemente, por lo que sufrimos al no conseguirlo.

¡Cuánto dolor queda enterrado en estas huidas del presente hacia otro lugar u otro tiempo! Esa separación de nuestra vida es tan dolorosa que tratamos de anestesiarla trabajando, actuando, esforzándonos en conseguir metas, consumiendo, pensando o buscando alguien con quien entretener nuestro malestar.

Sin embargo, cuando cansados de ese trajín agotador, aceptamos aquietarnos y sentir, volvemos naturalmente a nuestras raíces, a las raíces del Ser. Sólo desde ahí es posible abrirnos a eso que llamamos vacío, malestar, ansiedad o dolor. Sólo desde ahí sabemos con íntima certeza que lo que nos está conmoviendo las entrañas es, simplemente, vida esperando ser reconocida, abrazada, sentida, no juzgada como indeseable, no despreciada. Y que sus expresiones están sostenidas en un espacio abierto y amoroso del que surgen y al que vuelven: la consciencia que somos.

Ahí, sumergidos en ese océano vivo (aunque no siempre agradable para el ego), somos nutridos de la esencia fundamental que veníamos rechazando. Ahí recuperamos la integridad olvidada, ahí se restablece la unidad. De ahí, de ese contacto con las raíces, emerge la verdadera fuerza, el poder que mueve los universos y que ahora nos puede mover a nosotros, al haber aceptado caer en sus brazos y beber de su seno.

Evocaba esta tarde las hermosas palabras de Jesús: “Buscad el Reino de Dios y lo demás se os dará por añadidura”. Buscando con avidez la añadidura, las flores y los frutos, nos perdemos el reino. Tratando de evitar la profundidad, sufrimos, intentando agarrar lo efímero y cambiante. Olvidando que toda experiencia humana, si aceptamos vivirla totalmente, está diseñada para hacernos florecer, rechazamos sus formas buscando compulsivamente esas flores y frutos que no pueden darse sin la aceptación de la tierra desnuda en el invierno. ¡Cuánta resistencia a ahondar, a sentir, a dejarnos atraer por la amorosa voz de la Madre que siempre nos espera en las raíces para nutrirnos de la dulce ambrosía que nos hizo nacer!

Gracias hijo, por inspirar estas palabras que salieron de mi boca dedicadas a mí, a ti, a todos, a nuestra bella humanidad compartida.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *