ES MÁS SIMPLE

¡Qué difícil! ¡eso no es para mí! ¡me va a costar mucho!¡no sé si seré capaz!…

Es curioso escucharnos hablar o pensar así cuando nos referimos a lo que más amamos: la felicidad, la consciencia de ser lo que somos.

Los patrones de esfuerzo y dificultad con los que se mueve el yo separado se trasponen a nuestro mundo interior convirtiendo nuestro anhelo íntimo y natural en un trabajo, un objetivo a conseguir para el que quizás no nos sentimos capacitados. “Tengo que meditar, tengo que esforzarme por estar presente, tengo que eliminar los pensamientos que me dañan, tengo que… ”

¡Qué locura! No somos nosotros, como entes separados, los que tenemos algo que conseguir. Es al revés: el ser que mueve los mundos se está expresando a través de todo lo que surge de él. A través nuestro crea y se recrea, se conoce, se experimenta, danza sin cesar. Somos su extensión, su modo de manifestarse.

Es él el que nos respira. Su aliento nos sostiene, nos nutre y dinamiza a cada instante. Lo que nos encanta es sentirlo, reparar en su íntimo y constante mecimiento. Darnos cuenta es un gozo siempre disponible. Lo mismo ocurre con cualquier experiencia: comer, caminar, hablar, estallar en llanto, abrazar, sentir impaciencia o miedo, alegría o entusiasmo… la vida infinita se expresa a través de todo lo que vivimos. No separarnos, reconocerla en todo, es lo que nos situa en nuestro verdadero lugar. Descasamos sabiéndonos vividos, siendo instrumentos de una gran sinfonía que nos ha diseñado para sonar de un modo único a cada uno, en cada momento original. Ese es el descanso y la felicidad natural.

No somos nosotros tampoco los que “tenemos que meditar”. El ser nos está meditando, podríamos decir. Lo está haciendo siempre. En toda circunstancia está contemplándose a través de nuestro vivir. Nos sentamos a reconocerlo, a sentir esa íntima presencia. Nos hacemos disponibles a esa contemplación que está siempre sucediendo. Dios encontrándose en la forma, la luz intangible conociéndose a través de lo tangible. Con frecuencia, cuando se habla de meditar, se está hablando de buscar algo, de eliminar los pensamientos, de conseguir ciertos estados… Ahí llega la dificultad, al convertirlo en una búsqueda personal en la que tenemos que empeñarnos por nuestra cuenta. Así, nos separamos más.

Es mucho más simple. Es el ser, su conciencia la que contempla en nosotros. Lo que nos hace conscientes de los pensamientos e imágenes que pasan, los sentimientos que surgen, las experiencias que vivenciamos… es él. Nosotros sólo le dejamos todo nuestro espacio disponible y abierto. Nos abrimos para que su energía nos atraviese, permitimos que nuestras células, hasta la más ínfimas partículas, se impregnen de él. Se disuelven nuestros esforzados intentos de ser otra cosa para descansar en esa inefable unidad que nunca nos abandonó.

Esto va de amor, más bien. Si amo a mi ser por encima de todo, si sé que sólo la felicidad es su ley, mi única función es hacerme disponible, abrirme, ofrecerme. Eso que llamo “mi tiempo, mi cuerpo, mis actividades, mis gestos… ” se convierten en sus vías de expresión. Nada más que hacer.

El verdadero gozo es esa entrega que ya no busca nada aparte, pues nos sentimos buscados y deseados por él. Entonces lo tocamos en cada gesto, lo saboreamos en cada bocado, nos deleita con su ritmo en cada movimiento, lo miramos en cada rostro, lo descubrimos en cada encuentro, nos dejamos acariciar por sus roces a través del viento, de la ropa que nos cubre o de la calidez del sol que acaricia nuestra piel. Todo se hace creativo, cualquier cosa puede conmovernos cuando sabemos que todo es él, expresándose en formas siempre novedosas, inesperadas y vibrantes.

Somos su corazón, sus manos y sus pies, su boca, su mirada, su instrumento musical que tan sólo necesita afinarse una y otra vez para que su melodía pueda sonar sin interferencias y estremecernos, llenando nuestro mundo de inspiración y de la cálida presencia del ser.

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