Al escuchar hablar en términos de “lo que nos está provocando la pandemia”, “por culpa de la pandemia”, “las consecuencias psicológicas de la pandemia”… algo se rebela en mi interior. Algo que no soporta la mentira y la confusión y mucho menos, el victimismo y la creencia en esa debilidad congénita que reflejan tales declaraciones. Expresiones como ésta pululan en muchas conversaciones y se refuerzan en los medios informativos como lo más natural revelando, para mí, el verdadero desastre: el victimismo que anida en nuestras mentes, hijo de un sistema de pensamiento fraudulento y debilitante que ignora y obstruye la expresión de nuestra verdadera naturaleza, libre y poderosa, una con la vida.
“Lo que nos perturba no es lo que sucede, sino cómo interpretamos lo que sucede”, decía Epicteto ya en el siglo I.
Aún no nos hemos enterado. No es la pandemia, amigos, lo que está provocando todo esto. Seamos honestos. Es el uso que ese sistema de pensamiento le da, no sólo a un virus, sino a cualquier fenómeno o experiencia que no controla, para afirmarse y consolidarse. Este modo de pensar fraudulento sostiene la creencia de que somos seres aislados y perdidos en medio de un universo amenazador. Asume que estamos sometidos a todos los peligros que podrían amenazar nuestra precaria existencia y utiliza todo lo que sucede para confirmarlo. Ello genera, claro, un miedo profundo y una enorme sensación de debilidad y de impotencia. Para paliar tal ambiente emocional que nos aterra sentir, nuestras vidas se organizan en base al peligro y a la supervivencia y, una y otra vez, nos “demostramos” que tenemos razón enfocándonos en las medidas de control que tratan de proteger nuestros cuerpos sin conseguirlo realmente.
¡Qué locura y qué abdicación tan atroz de nuestro verdadero poder, el de la vida que somos, el que se nos está dando sin límites constantemente para expresar nuestra grandeza.
¿Qué hacemos con él? Lo escondemos detrás de todo tipo de creencias limitantes a las que nos aferramos. Claro, si estamos aislados y perdidos y no hay nada que nos sustenta, necesitamos muchas cosas que nos apoyen y sostengan y cuando, por cualquier motivo, como este de la pandemia, no podemos contar con ellas, se desata el terror y se exacerba el victimismo y la urgencia imperiosa de que todo termine para recuperar esa precaria seguridad en la que hemos creído, construida sobre bases tan inciertas.
Cuando nos olvidamos de quien somos, nos parece que “necesitamos” siempre gente alrededor para estar bien, para no sentir una soledad que podría despertarnos. Ahora no tenemos tan cerca a ciertas personas. Nos parece que “necesitamos” ocio en las calles y distracciones sin cesar para anestesiar el sufrimiento cotidiano de habernos olvidado de nuestro ser. Ahora no se presenta tan fácil. Puede parecernos que “necesitamos” viajar para tener una sensación de libertad que alivia la dolorosa limitación que sentimos. Ahora no podemos desplazarnos con tanta soltura.
Necesitamos, necesitamos, necesitamos… Y muchas de esas supuestas necesidades que hemos dado por ciertas, ahora no pueden ser satisfechas. Y, en lugar de cuestionarlas, nos contamos que estamos deprimidos o abrumados porque la pandemia nos nos deja ver a nuestros familiares, disfrutar de nuestras salidas a los bares o realizar nuestros proyectos…
¡NOOOOO! La pandemia, como tantas otras situaciones que despreciamos, sólo está mostrándonos claramente lo que tantas distracciones, compañías y actuaciones trataban de esconder: la depresión, la soledad, la insatisfacción y la frustración provocadas, no por ella, sino por nuestra identificación con lo que no somos. Creyéndonos seres aislados, carentes y limitados, sin apoyo de la vida y sometidos a una lucha constante por la supervivencia, requerimos cada vez de más paliativos para anestesiar el sufrimiento que tal estado de conciencia genera.
Seamos honestos, no nos engañemos. La pandemia es lo que es, los virus son lo que son, las catástrofes naturales se dan, las crisis de cualquier tipo suceden… Y ante todo lo que ocurre, sea cual sea su magnitud, tenemos siempre dos posibilidades: seguir durmiendo o despertar. Dormir es dejar que el sistema de pensamiento de la limitación y la estrechez se apropien de ello para reforzar la pequeñez y el sufrimiento. Despertar es aceptar la valiente posibilidad de mirar de frente lo que se nos ofrece a través de cada suceso. No estamos hablando de ignorar lo que sentimos ante las cosas que suceden a raíz de la pandemia o de lo que sea. Para nada.
Recordemos la sabia distinción que hace el budismo entre dolor y sufrimiento. El dolor es natural e inevitable: pierdes a tu madre y te duele, ¿cómo no?; te quedas sin trabajo y te duele, claro que sí; tu novio se va con otra y puede ser doloroso. Podemos comprender eso y así lo vivimos. El dolor, bajo diferente formas, se puede presentar en el paisaje que nos presenta la pandemia.
El sufrimiento es todo lo que la mente superpone al dolor, todos los pensamientos innecesarios y limitantes que lo hacen insoportable. Éste segundo, el sufrimiento, no es natural y es evitable. A él me estoy refiriendo. Generado por todo ese caudal torturante de pensamiento reactivo, cuando lo alimentamos, parece despojarnos del poder que mueve los universos y hace latir nuestro corazón, el poder que somos.
Vivir situaciones inesperadas, experimentar la privación de algo que era habitual (compañía, posibilidades, recursos…) puede doler, es verdad. Pero más allá de eso, sufrimos porque ahora queda al descubierto lo que nuestras tapaderas habituales ocultaban: el sufrimiento ancestral provocado por cómo percibimos la vida. Y se nos invita a mirar y a sentir, a asumir que pensar de modo falso genera sufrimiento. Es la llamada de la responsabilidad, si aceptamos no escaparnos culpando a las circunstancias de nuestro malestar y viviendo para controlarlas.
Cada día me visitan personas que comparten conmigo que estos meses están siendo para ellos, aunque difíciles, los más reveladores y sanadores de su existencia. Agradecen haber tenido que detenerse a mirar donde nunca miraban, a sentir lo que nunca sentían y a comprender lo que antes quedaba oculto tras el disfraz de una vida “normal”.
Quizás nunca antes habíamos tenido una oportunidad tan clara como humanidad. Es el momento de la verdad, ese que siempre evitábamos. Es el momento también, si lo sabemos aprovechar, de ponernos en pie y asumir nuestra radiante naturaleza como hijos de la vida. Es la hora, ha llegado, de soltar todo lo falso, de dejar de escudarnos en la comodidad, de decidirnos a asumir, momento a momento nuestra verdadera identidad, unida al todo. ¿Despertamos?