LAS FLORES DE MI BALCÓN

Te presento a unas íntimas amigas: viven en mi balcón y, cada día, me invitan a sentarme un ratito a su lado. Me gusta mucho aprender de ellas y recibir en el silencio su enseñanza. Su integridad me conmueve. Como todas las flores, abiertas a la vida, desplegándose en total confianza, no necesitan que nadie se detenga a admirarlas. Su función, momento a momento, es florecer. Entregadas al poderoso impulso de la vida que las guía, dedican su efímera existencia a realizarlo, momento a momento. Lluvias, vientos e intemperies pueden zarandearlas y ellas, tras su aparente fragilidad siempre ofrecen la respuesta inconmovible de la fortaleza. Nunca se miraron al espejo, no saben de su belleza y, sin ninguna referencia, ahí están, abiertas, vulnerables, expuestas sin temor, confiadas en la vida que las sostiene.

Cada uno de nosotros somos, metafóricamente, una flor en el inmenso jardín de la vida. Nuestra función es muy simple: abrirnos al todo que nos sustenta y, confiados, dejarnos florecer. Nuestra felicidad surge al expresar la fragancia, los matices, los colores que quieren ofrecerse a través nuestro, sabiendo que el proceso no depende de nuestra pequeña voluntad ni de ningún esfuerzo personal. Somos sostenidos por un impulso mayor que se ocupa de todo.

La pequeña mente se pregunta: ¿por qué? ¿para quién? ¿hasta cuándo? ¿qué conseguiré?… ¡Qué importa! la vida no se maneja con esos criterios, basados en el tiempo y la separación. No hay una flor aislada floreciendo para que un alguien separado venga a reconocerla. Todo es una expresión unitaria sucediendo en el presente, el único instante real. Todo está dándose en un apasionado impulso creativo conociéndose a sí mismo en su despliegue infinito. No hay razón: es así porque no puede ser de otra manera… ¿Te imaginas que asumiéramos simplemente ser vividos, en unión indisoluble con la totalidad?

Es lo más fácil, pero nos lo complicamos mucho cuando, en lugar de sentir la comunión con la vida que nos vive y se expresa a través nuestro, dejamos desplazarse nuestra atención a lo que llamamos mundo externo. En vez de dejarnos inundar de la consistente ternura que es nuestra esencia, nos separamos mentalmente buscando lo que una flor nunca buscaría: reconocimiento, apoyo, seguridad o admiración. Desconectamos así de la pasión interna que nos late desde dentro, de la felicidad que supone la simple expresión sin condiciones del impulso incontenible que somos: puro amor.

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