¿Te has dado cuenta del sufrimiento que supone aceptar y creer pensamientos como éstos: “No debería haberlo hecho”, “Tendría que haber reaccionado de otro modo”, “Eso no debería estar sucediendo”, “Todo depende de mí”…?
Consciente o inconscientemente, este tipo de declaraciones se pasean cotidianamente por nuestra psique. Al adherirnos a ellas, nos sentimos culpables, indignos, defectuosos… en definitiva, separados de la vida. Y éste es el verdadero sufrimiento, la sensación ilusoria de estar separados de lo que somos. Nos sumimos automáticamente en ese malestar al aceptar que algo no está siendo como se supone que debería ser, que no somos como supuestamente deberíamos estar siendo.
Pero… ¿Y si todo, absolutamente todo lo que acontece, por nimio o incomprensible que sea, forma parte de un juego cósmico sobre el que no tenemos ningún control? ¿Y si, precisamente adjudicarnos ese control o autoría fuera la causa de nuestro constante malestar? ¿Y si, en consecuencia, la paz que anhelamos brotase simplemente de una radical conexión, momento a momento, con lo que es?
A la mente separada esto que estoy proponiendo le parece una locura, una abdicación de lo que considera su libertad, una renuncia a su imaginado poderío sobre las circunstancias.
Y es normal… a esta mente, surgida de una idea loca, la separación, no se le puede pedir más. Automáticamente, se queda aferrada a la apariencia, a las formas, y las juzga considerándolas erróneas o deficientes. Eso supone tanto malestar que se lanza inmediatamente a modificarlas. De eso vive, es ese movimiento el que la mantiene vigente, ya que refuerza su sensación de autoría. No le pidamos, por tanto, a esa mente limitada que comprenda. Vayamos más allá.
Cuando nos unimos a la vida en lo profundo y nos sabemos ella; cuando, más allá de las formas que va tomando, no nos separamos de su poderosa vibración y sentimos su amorosa espaciosidad permeando cada instante, descansamos. Y en ese descanso hallamos una fortaleza inefable que nos sostiene y nos mueve espontáneamente momento a momento. Ya no necesitamos sentirnos hacedores independientes que controlan la existencia. Descubrimos que nuestra libertad verdadera consiste precisamente en aceptarnos como vehículos de esa vida poderosa que quiere expresarse. Encontramos la confianza y la paz indescriptible que supone no separarnos de ella.
Comprendemos que adherirnos a esa voz mental que discute con la vida queriendo rectificarla es lo que nos agota y nos hace sufrir. Unirnos a lo que ahora mismo es, sabiendo que es la voluntad de la vida, nos saca automáticamente de la cansina horizontalidad para dejarnos en los amorosos brazos del ser.
¿Es esto resignación, inmovilismo, sometimiento? Para la mente egoica sí, por supuesto. Sin detenernos en sus argumentos, exploremos decididamente en nuestra vivencia.
En este instante, por ejemplo: ¿Hay algo en tu experiencia que tu mente declara insuficiente, inadecuado, inoportuno… ? Ya sea una sensación, una emoción, un pensamiento, una circunstancia que percibes… siente lo que sientes cuando así lo crees. Nota tu respiración, tus sensaciones en el pecho, en el plexo solar, en la garganta, en tus músculos… ábrete a tu paisaje emocional en sus más íntimas sensaciones.
Y ahora, por un momento, aunque no sepas entenderlo, ¿puedes admitir que eso mismo que la mente condena es la voluntad de la vida, que simplemente porque ya está aquí forma parte del gran juego cósmico? No te empeñes en aceptarlo en el tiempo. Suelta pasado y futuro y vive sólo este instante, aquí y ahora, tal como está siendo, deja que eso
se mueva libremente. Mientras le das espacio, sin intentar nombrarlo o cambiarlo, ve notando qué sucede… ¿Cómo te sientes?
Quizás empieces a notar que este cambio de perspectiva te ha conectado con la espaciosa vida que eres, mucho más amplia y amable. Desde su apertura, puedes verte inspirado a actuar en cualquier momento, respondiendo a un impulso creativo, al que ya no te aferras de modo personal, para evitar o conseguir algo, sino como una expresión espontánea de tu ser.