Encontrarme contigo -amiga, padre, hermana, pareja, hijo, vecina o cualquier ser humano que se cruza en mi camino-, es una oportunidad extraordinaria que me ofrece una gran comprensión. Cuando te miro, puedo elegir relacionarme con tu carencia o con tu plenitud. Por mi condicionamiento, quizás me vea hipnóticamente atraída por lo que no eres, lo que necesitas, lo que te falta, lo que deberías ser… ¿De dónde brota ese enfoque? Pues muy simple, de mi propia pequeñez, de mi identificación con una persona necesitada, carente, incompleta…
El modo en que me siento (agitación, resentimiento…) me lo indica en seguida: he elegido (aunque sea un decisión poco consciente todavía) verte así. Quizás busco en ti completarme y me frustra no encontrar a la persona especial que esperaba, así que trato de corregirte señalando lo que llamo “tus defectos”. O quizás trato de sentirme especial subrayando tus supuestas insuficiencias, que me sirven para afirmarme frente a ti. O tal vez surgen recuerdos de historias pasadas, temores, expectativas… que, al aferrarme a ellas, distorsionan mi visión.
Sea como sea, reconocer mi elección me sitúa en un lugar de honestidad y apertura necesario para abrirme a algo nuevo. Reconocer que no quiero verte en tu realidad me permite detenerme y contemplar esta elección con amabilidad. Me trae a situarme en el amplio espacio del ser, en el que todo tiene cabida, todo es acogido y comprendido. Mi mente reducida y personal no podría acoger esta necesidad de negar tu compleción que estoy experimentando. La consciencia viva que soy, sí.
¿Y qué es lo nuevo a lo que puedo abrirme?
Tu verdad. La verdad de lo que eres. Esa que quizás, ni siquiera tú puedes ver ahora mismo. Esa que yo tampoco veo al elegir percibirte desde mi persona necesitada. Esa que queda aún más velada para ambos cuando nos mantenemos enfocados en lo que no eres, tu aparente inadecuación, o lo que no soy, mi empeño en verte así.
La verdad de lo que eres no tiene nada que ver con lo que haces o dices, ni con la historia que me he forjado de ti o con la que tú te cuentas. Mi pequeña mente no puede salir de esos estrechos límites, que usa como referencia para juzgarte.
La verdad de lo que eres no me es accesible desde mi creencia en la persona limitada que creo ser. Desde ahí, todo lo que percibo está tergiversado y contaminado por una búsqueda personal. Casi podríamos decir que, desde ahí, aunque parece que sufro, “necesito” tu aparente disminución para sentirme más especial y trataré de mantenerla y de alimentarla.
“Ningún problema puede ser resuelto desde el mismo nivel de consciencia en que se creó”, decía Einstein.
Si quiero verte de verdad, he de conectarme con el verdadero VER, esa fascinante posibilidad que vive en mí desde siempre y de la que me he separado al encerrarme en un diminuto punto de vista que trato de defender.
No me es accesible sin reconocer honestamente que, quizás ahora mismo, no la quiero contemplar, que prefiero seguir nutriendo tu carencia para sentirme grande a través de ella.
Y eso, ahora mismo, es lo que tiene que suceder. ¿Cómo lo sé? Está sucediendo.
Admitir esto con claridad y sin juicios, ya me ha situado en un espacio de transparencia y honestidad mucho más abierto. Un espacio de libertad desde el que sí que puedo elegir: ¿Qué quiero ver? ¿Las sombras que parecen envolverte o la luz que irradia desde ti?
Las implicaciones de cualquiera de estas opciones están ahora claras ante mí. ¿Cómo me siento al elegir una de ellas? Si elijo ver tu luz, ¿cómo me siento? Y ese sentimiento… ¿de dónde viene? Muy fácil: de cómo me estoy viendo a mí. Sólo la luz puede ver luz.
Si elijo seguir enfocándome en tus sombras… ¿Cómo me puedo sentir? Quizás, al detenerme, me he permitido experimentarlo: sombría, apagada… ¿Y de dónde viene ese sentir? De percibirme a mí como una sombra, es decir, por mirarte desde mi pequeñez necesitada, desde lo que no soy en absoluto. Desde ahí, ver tu verdad es imposible pues no estoy contemplando la mía.
Nada que juzgar, nada que evitar. Un espacio de transparencia alberga con amor todo lo que surge: son momentos del juego del descubrimiento, en el que simplemente van apareciendo pistas que nos van trayendo al Hogar. Lo más hermoso es que se trata de un Hogar compartido, en el que despertamos al reconocer primero nuestro deseo inconsciente de separarnos y, desde ahí, si de verdad lo deseamos, podemos acceder a nuestra unidad indisoluble.
No podemos hacerlo por nuestra cuenta, al contrario de lo que el ego defiende. Ante ti, puedo ver dónde me he situado y abrirme con todo mi corazón a la verdad.
Tal como te veo, así me veo. ¿Qué elijo ver?