“No quiero que me pasa más”, “No quiero vivir esto otra vez”… ¿Os suenan estas voces internas expresando el cansancio, la frustración o la amargura por lo que ha sucedido… otra vez?
Ahora que lo miro, la mayor parte de mi vida consistió en pelearme con lo que pasaba o tratar de evitarlo poniendo todo de mi parte para arreglarlo o impedir que volviera a suceder. Ya se tratara de acontecimientos externos, personas o relaciones alteradas, emociones o pensamientos inquietantes que afloraban… una y otra vez, mi mente los interpretaba como algo personal, creyendo que algo iba mal en mi vida si eso se presentaba. Como si lo que mi mente juzgaba como erróneo en el mundo de las experiencias me definiera a mí como inadecuada.
Por otra parte, el hecho de no hacer nada inmediatamente para arreglarlo suponía abrirme a un espacio de incertidumbre en el que no sabía desenvolverme, acostumbrada a definirme como la “resolvedora de problemas”. Nada más inquietante para alguien que asume que todo depende de sus actuaciones, quedarse quieta. Si, además creo que mi paz depende de que todo esté “arreglado”… ¿cómo voy a detenerme?.
Y, sin embargo, es en esa quietud en la que, si lo permitimos, se abre la puerta de la libertad. ¿Libertad?
No lo parece, al principio, es verdad. Aparecen todo tipo de voces inquietantes, culpabilizantes, temerosas, apresuradas… impeliéndome a actuar, a ponerme el traje de “solucionadora”, a considerar que los demás me necesitan y que tengo que lanzarme a la acción para dejar de sentir lo que siento.
Pero… ¿y si lo siento? ¿Y si permito que esas voces, esos movimientos emocionales se alcen y se expresen con toda su intensidad dándoles justo lo que de verdad están pidiendo?
¿Qué? Adivínalo: presencia, comprensión, amor, abrazo, paz. No juicio, no interpretaciones, no significados, no acciones (en principio). Sólo ser, sólo ofrecer toda la experiencia a la luz de la consciencia, para que sea iluminada. Recurrir a la amorosa mirada de la profundidad, que me aleja de los vericuetos horizontales, ya tan cansinos.
Y esto, que puede parecerle una locura o una evasión al yo hacedor, es la respuesta que, quizás nuestra vida necesita, la que nunca ha recibido y la que, en el fondo, busca a través de un sacrificado esfuerzo. Incertidumbre, sí, ante lo desconocido, pues desde mi mente pequeña no sé qué pasará. Pero en seguida se convierte en confianza pues sé que, pase lo que pase, surgirá de la paz y tome la forma que tome, la alimentará.
Desde ahí, podría verme actuando o emprendiendo acciones con determinación para, aparentemente, solucionar algo… Y no sería, sin embargo, más que un impulso creativo de la vida inteligente que me utiliza en este juego del despertar.
El que las situaciones se sigan dando, el que las cosas sucedan, no es el problema real. Son muy llamativas, eso sí, y parecen atraernos hipnóticamente a enfocarnos en su resolución. Como efectos de una vieja mentalidad que nos guió, siguen aflorando coletazos que nos impresionan y conmueven automáticamente. Es el significado que les damos lo que nos hace sufrir. Y al dárselo, nos lanzamos hacia ellas para evitarlas o resolverlas. Así alimentamos su aparente consistencia. Pero, ¿y si en vez de recurrir a esos significados personales y gastados pudiéramos ver todo eso de otra manera, como una puerta hacia una mirada nueva en la que renacemos a nuestra verdadera esencia? Tal vez sea el mejor regalo que podemos ofrecer a nuestro mundo.
Lo que vivimos, no es personal: es para la totalidad.