Si tengo que desplazarme un solo
centímetro o esperar un solo segundo
para encontrarme con lo que soy,
eso que busco no es fiable, consistente ni real.
Si eso que anhelo no está aquí ahora,
aunque lo encuentre, me sentiré insegura o temerosa de perderlo.
Eso que busco no requiere
el más mínimo movimiento, la más mínima acción, el más mínimo cambio.
Eso es, ahora y siempre.
Sólo necesito aquietarme y aceptarlo.
“Aquiétate y conóceme: yo soy dios.”
Cuando acepto renunciar a toda búsqueda
por encontrar algo que me parece que no está aquí;
cuando me detengo y siento la intimidad con todo lo que es ahora,
descubro que, más allá de lo que se mueve,
más allá de lo que aprieta y duele,
pidiendo urgente atención,
hay sólo quietud, espacio sin límites, vida, amor por todo.
Es un gesto de valor detenerse, cierto.
Y asumir nuestra propia vida por fin,
en lugar de buscar paliativos fraudulentos.
Pero llega un momento en el que reconozco que no hay más camino.
y dejo de engañarme con otras posibles estrategias.
La verdad se muestra en su abierta desnudez
y descanso en lo que es y siempre ha sido,
mi verdadero SER:
Vida que lo sostiene todo,
consciencia que todo lo contempla
amor que todo lo abraza.
Y las incontables formas que van y vienen
surcando ese espacio de presencia silenciosa.
Esas en las que invertí mis esfuerzos
y en las que malgasté mi energía
perdiéndome en solucionarlas,
ahora me muestran su tesoro: devolverme al espacio en el que surgen
y reconocerme en esa amplitud radiante que las contempla.
Y surge un anhelo de dedicación a esa abierta amplitud,
de permanecer en ella,
de no perderme en la búsqueda de objetos o situaciones
con los que me suelo olvidar de ella, de mí.
De recordar día y noche
que la luz que me permite ver, sentir o pensar los objetos de mi mundo,
es el sol de mi corazón,
mi verdadero hogar.,
mi origen y destino,
mi eterno ahora.