Hoy dejo el banquillo de los acusados.
Abandono una vida sometida a juicios incesantes.
No hay condena. No me haré sufrir más.
Hoy me declaro inocente y dejo que mi propia luz me envuelva.
Descanso aliviada en los brazos de la PAZ.
Si tuviera que expresar en una frase qué es amarme realmente, simplemente diría: descubrir y disfrutar de mi inocencia.
Pasamos gran parte de nuestra vida haciendo planes de reforma para corregirnos. Tanta lucha, tanto esfuerzo, tantos intentos fallidos… ¿Cómo es posible que no surtan efecto?
Porque en realidad brotan de un personaje que quiere perfeccionarse a sí mismo: un pequeño yo que se juzga como indigno o incapaz en base a sus actos, condenándose al arrepentimiento y al castigo, emprendiendo una y otra vez estrategias de esfuerzo para superar sus supuestas lagunas y debilidades que lo califican de inadecuado o insuficiente. O condenándose por no emprenderlas. Esta es su dinámica. Eso es lo que hemos creído ser y, desde esa identificación, no podemos acceder a otro estado de consciencia ni saborear la verdadera libertad.
Funcionando desde ese personaje, nos tomamos personalmente la experiencia que vivimos, ya sea física, emocional o mental, juzgándonos por ella. Y nuestro veredicto, en el fondo, suele ser: culpable.
Así funciona la mente condicionada: genera un ambiente de malestar interno (culpa) con el que nos identificamos sintiéndonos insuficientes y del que tratamos de escapar emprendiendo acciones que reparen ese ínfimo concepto de nosotros mismos. Finalmente terminamos sumidos en el mismo estado y en la misma limitada consciencia de lo que somos, pues nuestras acciones, que suelen ser torpes al estar guiadas por la necesidad de evitar el malestar, nunca acaban de satisfacer a ese juez implacable que nos indica una y otra vez que lo que somos se mide por lo que estamos experimentando. Nuestra experiencia confirma la idea que nos hacemos sobre nosotros. Lo que se nos escapa es que esa experiencia la ha generado nuestro propio sistema de pensamiento tratando de “reformarnos” al creernos insuficientes.
¿Cómo salir de este círculo vicioso? ¿Cómo dejar de identificarnos con ese manojo de pensamientos y sentimientos que llamamos “yo” y que dirigen nuestra existencia al haberles dado nuestra credibilidad?
Comprendiendo, en primer lugar, que lo que experimentamos no significa nada, pues no brota de nuestro ser auténtico. La pequeña mente trata de buscar la culpa de nuestro malestar en nuestro mal- hacer derivado, para ella, de nuestro mal-ser. Cree que somos malos, culpables, insuficientes y por eso nos pasan estas cosas, y por eso sufrimos, y por tanto, tenemos que corregirnos y esforzarnos.
Soltar la acusación que nos dirigimos en base a lo que sucede, vemos, hacemos, sentimos o pensamos es un paso necesario para abrir la puerta a nuestra verdadera identidad.
No podemos saber, no podemos juzgar: nuestra experiencia es el fruto de todo un condicionamiento inconsciente que compartimos con la humanidad. Éste se ha instalado en nuestra psique como un sistema de pensamiento disfuncional que, cuando es asumido, lo estropea todo y nos impide ver con claridad.
Así que, ¡Suspendemos el juicio contra nosotros! ¡Se acabó!
Abandonamos el banquillo de los acusados y aceptamos nuestra inocencia totalmente. Y desde esta libertad, con una nueva lucidez y sin pesos añadidos, podemos abrirnos a una nueva visión.