Tumbada en la cama en medio de una noche sin mucho sueño, observo la actividad de mis pensamientos instándome a levantarme, a hacer esto o lo otro, despreciando lo que ya estoy experimentando como un tiempo desaprovechado, o un espacio anodino… Contemplo los objetos de la habitación en la penumbra, siento ciertas zonas tensas en mi cuerpo, un poco de dolor en la cabeza mientras mi mente busca entretenerse en otra cosa más atractiva en el futuro, algo relacionado con el día siguiente.
Sin embargo, no me levanto como otras veces, ni trato de dormirme. Inspirada por una íntima intuición, simplemente me permito contemplar a la luz del presente ese caudal de experiencia desdeñada como si se tratara de mi único momento. Como si, fuera de esa escena, no hubiera nada más en la película de mi vida. Es decir, suelto los juicios que califican mi experiencia relacionándola con un pasado y proyectándome hacia un futuro. Me permito salir de la perspectiva lineal del tiempo abriéndome a la contemplación profunda de este instante. En sintonía con mi aliento, me dejo sentir cada detalle de la escena como si fuera la primera vez, incluyendo mis sensaciones, mis sentimientos, mis pensamientos evasivos…
Receptiva al instante, sin tocar nada, permitiéndome la experiencia de todo lo que se mueve, el campo se va revelando. Los objetos, que parecían fantasmas desvitalizados en mi percepción automática al principio, se van integrando en una visión de unidad, en un único tejido palpitante de vitalidad. Todo se hace vivo, perdiendo el significado anodino que mi mente le estaba dando a la situación.
Soltar los conceptos y las historias cansinas sobre la vida lo cambia todo. Basta aceptar quedarnos y asumir abiertamente lo que solemos dejar de lado: el instante presente, ese que, ante los ojos del ego, carece de importancia porque siempre hay algo mejor antes o después. Ese que envuelve y sostiene todo lo que se mueve desde su profunda consistencia silenciosa. Espacio transparente y vivo, en el que eso que parecen objetos separados, dejan de serlo. Espacio amoroso en el que la pequeña mente observadora también se disuelve en un todo indisoluble.
Comprendo, al quedarme, qué papel le hemos dado al tiempo. Al percibir el presente sin la luz de la consciencia, lo que vemos es un mundo de objetos inconexos, sin vida, yendo y viniendo sin sentido, que nos inquieta. Así funciona la percepción del mundo, disociada de la fuente de la que todo surge. Contemplar objetos separados, desconectados del ser, nos ofrece un paisaje desangelado, sombrío, caótico y difícil de asumir si son juzgados como inaceptables. Por eso, sin darnos cuenta, saltamos inmediatamente al futuro o al pasado, tratando de encontrar en ellos algo más tranquilizante. O bien, si esos objetos nos resultan gratificantes y el paisaje atractivo, tratamos de aferrarnos a ellos intentando garantizarnos su permanencia en el futuro, abandonando así la simple experiencia presente.
Sin embargo, lo que nos atemoriza y rechazamos, o lo que genera apego, no son los objetos en sí, sino nuestra forma de percibirlos, separados de su fuente, privados de la luz en la que surgen y se mueven.
Al considerarnos a nosotros mismos personas, cuerpos independientes y aislados en medio de un universo inquietante, lo que percibimos es más de lo mismo, un caótico acontecer de objetos y sucesos, entre los que nos sentimos perdidos. Desde esta perspectiva tan limitada, sólo nos queda escaparnos o tratar de controlar lo que aparece.
Nuestro constante deambular hacia el futuro, sobre el que proyectamos nuestro pasado, es el efecto de no saber asumir nuestra experiencia presente.
Necesitamos una nueva perspectiva. Podríamos usar una imagen para acercarnos a ella. Para mí es muy útil concebir la consciencia como un inmenso sol sin límites: todo lo que aparece en ella está bañado y penetrado por esa radiación. Nada está separado del sol que contempla cada cosa. Sus rayos son de la misma esencia que subyace a cada forma que sostienen y envuelven. Cada forma está saturada de luz, es luz expresándose bajo ese disfraz momentáneo.
Sin la contemplación de la amplitud espaciosa, que surge de la consciencia real de lo que somos, seguiremos encontrándonos eternamente con el mismo infierno: un mundo de objetos sin sentido que se mueven sin relación alguna con nosotros y que no pueden por menos que infundirnos miedo o desazón.
El tiempo lineal es eso que hemos inventado al vivirnos separados de nuestro ser auténtico, un recurso para calmar el malestar de no vivir en la integridad de lo que somos. Es u+na elección que siempre, en todo momento, puede ser revocada, al sumergirnos en el abrazo siempre presente de lo que es.