Hoy viajo de vuelta a casa desde Madrid, después del hermoso encuentro meditativo que compartimos ayer con motivo de la presentación del nuevo libro, “La abundancia está servida”.
Sentada en el vagón del metro que me conduce a la estación de ferrocarril, mi atención se pasea entre esos seres humanos que van sentándose y permaneciendo un rato junto a mí.
El trayecto es largo y algo me invita a vivenciarlo profundamente, en lugar de considerarlo un mero trámite para llegar a otro sitio.
A medida que mi atención se va haciendo más sensitiva, me voy sintiendo entrañablemente unida a cada uno de esos semblantes, a la vida que palpita tras sus miradas y se expresa en sus gestos. A veces, cuando se van, me despido de ellos en silencio, agradecida por esos momentos compartidos, por haberse cruzado en mi vida por unos instantes.
En una de las estaciones entra una mujer madura, de rostro afable, transportando a su perrito en una especie de mochila que sostiene entre sus brazos. Se sienta frente a mí. Totalmente dedicada a calmar al animal, que parece muy inquieto, se mantiene serena mientras lo acaricia suavemente.
“Está temblando -nos explica a los que miramos al perrito con curiosidad-. No le gusta nada el metro y se pone muy nervioso. Pero tiene que pasarlo de vez en cuando -aclara sonriendo-.“
Me quedo embelesada ante la ternura y la calidez con la que sostiene el pánico del perro transmitiéndole una seguridad muy natural a través de sus manos. Me inspira profundamente trayéndome a mi propia vida. Estoy ante una preciosa escenificación de la presencia amorosa y envolvente que soy acogiendo todas esas corrientes de temor, inseguridad, dolor, culpa o pesar que pueden atravesarme.
El perrito sigue temblando. De vez en cuando, levanta la mirada hacia su dueña buscando su rostro, su certeza, su presencia inconmovible. En medio de su malestar se sabe acogido, comprendido, abrazado.
¡Qué valiosa imagen! Sabemos ofrecer esta presencia a nuestras mascotas, a nuestros hijos, a los seres que experimentan momentos de vulnerabilidad. Esa capacidad vive en nosotros. Es lo que somos, por eso la podemos dar. ¿Y si aprendiéramos a ofrecer esa misma consciencia amorosa y consistente a cualquier corriente de temor, inquietud o preocupación que podamos experimentar?
En un rato, ha cambiado el escenario. Ahora estoy sentada en el vagón del tren, acariciando la perspectiva de unas horas de intimidad y silencio. Últimamente, cuando viajo, sucede que nadie se sienta a mi lado y eso, a veces, lo vivo como un regalo que me permite disfrutar de esa sintonía con mi mundo interior tan apetecible en medio de tanta actividad. Y de pronto… ¡sorpresa! Esta vez no va a ser así. Acaba de sentarse junto a mí un hombre con ademanes nerviosos que me saluda con agitación contenida.
¿Qué estoy experimentando? En mi paisaje aparecen corrientes de frustración, agobio y empiezo a notar contracción en ciertas zonas del cuerpo. Aflora inquietud y observo un impulso automático de protección. Sigo escribiendo en mi libreta mientras él maneja su móvil respirando con dificultad.
Recuerdo al perrito del metro y a su amorosa dueña. Soy esa presencia.
Desde ella, hay espacio para esas sensaciones contraídas que se expresan en mi cuerpo. Puedo permitir y comprender, no juzgar, ese patrón antiguo de supervivencia que me lleva a separarme, a proteger mi anhelada tranquilidad al creer inconscientemente que puede ser amenazada.
La presencia que soy lo permite y lo acoge todo. Como el perrito confiado, descanso en sus brazos y en ellos se va calmando esa tensión que apareció. Aparecen también pensamientos antiguos que tratan de corregir mis actitudes: “Tendrías que mostrarte más abierta, tendrías que darle conversación para calmarlo… “ y estos también observados con la misma permisividad. Comprendo todos esos artilugios y estrategias tan familiares que afloran buscando justamente espacio permisivo en el que expresarse.
Nada que hacer, nada que intentar… Sólo ser el hogar abierto en el que todo surge y se agita y al que todo vuelve. En él me enfoco, en lugar de seguir invirtiendo en los vaivenes cambiantes de mi experiencia. Como ese perrito, vuelvo una y otra vez mi enfoque hacia la Presencia que inunda este instante, el espacio vivo y consistente en el que este hermano y yo somos abrazados y sostenidos. Su nerviosismo, mi inquietud, su agitación y mi contracción son simplemente nubes que van y vienen sostenidas en un inmenso cielo en el que somos uno.
Mientras escribo esto lo oigo hablar, ya más calmado, por teléfono con su pareja y me sorprende escucharle decir de pronto: “el cielo está ahora muy azul.” Me siento profundamente conmovida.
Gracias por haberte sentado a mi lado, hermano. Sin palabras, me has ofrecido hoy un gran regalo: recordar, una vez más, dónde reside la verdadera paz, que ninguna circunstancia puede amenazar.