Anhelamos algo muy nuevo. Una y otra vez en nuestra vida hemos querido renovarnos, cambiar hábitos, mejorar situaciones, superarnos… Estas fechas de navidad y año nuevo suelen ser escenario de esos buenos deseos que nos dedicamos unos a otros y de esos grandes propósitos que pretendemos por fin poder conseguir realizar a base de una voluntad reforzada y total dedicación.
Una y otra vez, sin embargo, hemos experimentado la dificultad para sostener nuestras buenas intenciones. ¿Por qué será? Si de verdad anhelamos esa felicidad, autenticidad y brillantez en nuestra vida… ¿Qué nos impide dedicarnos en cuerpo y alma a ella, pasados los primeros momentos de entusiasmo?
Quizás, identificados con una pequeña personita, una entidad concreta y separada de la vida, codificamos nuestro anhelo profundo en el mundo de la forma, que es el único al que tenemos acceso desde esa perspectiva reducida. Y proyectamos en cambios “formales” (nuevos hábitos, nuevas decisiones, nuevas relaciones o situaciones…) la verdadera transformación que anhelamos. Intentamos buscar nuevas piezas que encajen en nuestro nuestro puzzle, mover las que tenemos de un sitio a otro o quizás modificarlas recortándolas un poco o agrandándolas de modo que puedan adherirse mejor al conjunto dándole un aspecto renovado. Lo que tal vez no se nos ocurre nunca es cuestionar la necesidad de intentar hacer un puzzle con las experiencias. ¿Para qué pasar tanto tiempo de nuestra vida intentando que todo encaje?
Nuestro pequeño yo, la personalidad ficiticia con la que nos solemos identificar, está hecha precisamente de muchas de esas diminutas piezas: pensamientos, sentimientos, sensaciones, deseos, impulsos, percepciones… Basándose en un pensamiento raíz, “yo soy esta persona”, trata de mantenerse vigente como una entidad autónoma y separada del resto. Ese pensamiento raíz es el que llamo bromeando el “yo pegamento”. Su tarea constante es ir recolectando y asociando todo lo que acontece, asumiéndolo personalmente, tratando de encajar cualquier experiencia en su idea de sí mismo: “esto es mío, esto me pasa a mí, así soy yo, esto no tendría que ocurrirme, me hacen daño, me hacen feliz, estoy triste, soy incapaz, soy estupendo, todo depende de mí, tengo que conseguirlo, esto es malo, tengo que defenderme, tengo que cambiar, necesito, aún no he podido llegar, ya lo estoy consiguiendo…” Todo parece sucederle a ese “yo”. Todo gira en torno a él. Si sucede lo que desea y cree que es bueno, se enorgullece y si no, se siente culpable. Es el protagonista y hacedor de todo su mundo, el puzzle que trata de fabricar y sostener.
Desde ahí, por muchos cambios que pretendamos experimentar, siempre serán del mismo orden, una nueva organización de las piezas del puzzle, una nueva forma de asociarlas, más de lo mismo… Pero finalmente en esas asociaciones falta espacio, nos ahogamos y nos cansamos de intentarlo. Y es que quizás no hemos nacido para vivir encajando piezas, lo nos deja encajados, por muy espectaculares que nos parezcan al principio los resultados.
Sin embargo, hay otra posibilidad que trasciende todo ese mundo cansino y aburrido.
¿Y si en vez de pegamento, lo que esas “piezas” necesitaran fuera espacio?. Es más, ¿y si nos diéramos cuenta de que las experiencias que vivimos nunca fueron piezas de nada y por tanto en absoluto estaban destinadas a encajar o definir a un “alguien” como adecuado, inadecuado, capaz o incapaz, exitoso o fracasado, materialista o espiritual? ¿Y si descubriéramos que nada de lo que percibimos tiene un significado personal, que ninguna emoción, impulso, pensamiento ni acto dicen nada de un supuesto “yo”, que son sólo corrientes de vida tomando forma, aconteciendo de modo espontáneo, expresándose sin más?
Pues hoy comparto contigo esta posibilidad: ante cada experiencia, ¿qué quiero ser, el “yo pegamento” -adjudicándomela personalmente, interpretándola a “mi manera” y uniéndola a mi puzzle- o pura espaciosidad que la permite y la contempla dejándola fluir, envolviéndola en su radiante luminosidad?
De esta simple decisión se deriva mi sufrimiento o mi libertad. Si me reconozco como el espacio luminoso en el que todo se mueve sin apropiarme de nada, viviré la verdadera libertad y el poder de sentir mi unidad indisoluble con la vida. Degustaré una felicidad profunda, completamente natural e ineludible. Y todos los demás deseos, que no son sino torpes modos de codificar éste, encontrarán espontáneamente su lugar. Podrían realizarse, incluso mucho más fácil y fluidamente. Podrían desaparecer de mi consciencia como deseos y ser descubiertos como realidades que antes no percibía. Cualquier opción es posible y al mismo tiempo irrelevante cuando estoy en contacto con la verdad de mi ser, cuando reconozco que soy vida sin límite, pura consciencia unida a la totalidad.