La culpa ha sido una constante y pesada carga en mi vida. Un peso incomprensible del que he querido siempre librarme por medio del esfuerzo. Y, sin embargo, todo ese afán por redimirme de mis fallos y de mi supuesta inadecuación, nunca ha dado resultado. Más bien, al contrario: más lo intentaba, más razones seguían surgiendo para acusarme y castigarme de nuevo, instándome a intensificar mis esfuerzos por salir del pozo de la insuficiencia.
Esforzarnos por evitar la culpa se convierte a veces casi en un modo de vivir. Tan desagradable nos resulta esa experiencia que haríamos cualquier cosa por no sentirla. Ponemos todo de nuestra parte sí, pero… “Inténtalo, pero no lo consigas nunca”, es el lema del ego. Y la culpa es una de sus herramientas básicas para mantenemos en un nivel de consciencia disminuido y miserable, alejándonos de nuestra radiante realidad.
En realidad, ahora lo veo con una claridad liberadora, eso que llamamos culpa es un sentimiento más profundo que necesitamos comprender y abrazar. Separarnos de lo que somos, olvidarnos de nuestro verdadero ser, abdicar de nuestra naturaleza infinita y luminosa negando nuestra realidad ilimitada, no puede por menos que generar dolor, sensaciones abruptas y sombrías en nuestro sentir. Todas ellas están relacionadas con una extraña sensación de fallarnos a nosotros mismos, con una especie de traición a lo que somos que sigue activa en nuestra inconsciencia. De ahí surge ese malestar congénito que llamamos culpa. Alejados del Hogar, no sabemos cómo explicarla.
Absorbida nuestra mente por un sistema de pensamiento que no conoce la profunda esencia del ser, elabora explicaciones y justificaciones para esa sensación de culpa basadas en lo que ella conoce: el mundo de la forma. Entonces, proyecta en las acciones que hemos realizado, en las palabras que se han dicho, en los objetivos o ideales que no hemos alcanzado, en las torpes experiencias que hemos tenido, la culpa de nuestro sentir. Y, claro, al asumir estas explicaciones, nos lanzamos a castigar y corregir lo sucedido, creyendo que así evitaremos sentirnos culpables. Propósitos de enmienda, planes de mejora se precipitan constantemente tratando de aligerar la pesada carga por la que nos culpamos.
Y, sin embargo, como decía Albert Einstein… “Ningún problema puede ser resuelto en el mismo nivel de consciencia en que se creó”.
Efectivamente, la culpa no es algo que pueda explicarse ni resolverse en el nivel de la mente separada, ya que es nuestra identificación con ella la que nos ha hecho olvidar nuestra verdadera naturaleza y sentir, por tanto, ese pesar que arrastramos mientras sobrevivimos en un mundo que no es nuestro hogar.
Cuando nos decidimos a descansar en el Corazón, entregándonos profundamente a lo que somos, estamos recurriendo a lo único que es necesario para que la culpa se esfume como la nube de humo que es. Desde ahí podemos contemplar esa absurda comedia de proyecciones y justificaciones que nos disminuye y nos mantiene ensombrecidos desde tiempos inmemoriales, una loca pesadilla que ya no se sostiene.
Es fácil, mucho más fácil de lo que la mente egoica nos plantea. Sólo recuperando la unidad con nuestro ser, aceptando nuestra poderosa esencia y dedicando nuestra vida a ella, la culpa se revela inexistente y deja de tener fundamento. Un sólo problema (creernos separados), una única solución: volver al amor, a la unidad que nunca ha dejado de sostenernos.
Hoy te invito, me invito, a descansar en la inocencia del Ser, ese que no juzga ni condena, que sólo abraza, ilumina y llena todo de calidez.