Caminar o descansar al aire libre, conectar con la tierra, al agua, el aire, sentir los rayos del sol acariciando y envolviéndolo todo, me ofrecen cada día el regalo de recordar la unidad en la que vivimos. Esa unidad indisoluble, de la que la mente personal se disocia, es lo que somos.
Sufro cuando me siento aislada del todo, cuando pierdo la consciencia de ser sostenida y amada por la Vida. Encerrada en unos aparentes límites corporales, identificada con ellos, me parece que ahí fuera sólo hay objetos perdidos como yo, en medio de un vacío seco y aterrador.
Nada en la naturaleza se percibe así. Cada árbol, cada piedra, cada flor, descansa en su inefable perfección sin buscar destacarse del todo, ya que se sabe todo. Y desde esa consciencia profunda, no necesita delimitarse ni separarse para conseguir nada. Expresa la belleza del Ser dejando que se despliegue en sí misma momento a momento. Sólo la especie humana se ha aventurado a identificarse con una mente escindida de la realidad que la empuja a ir por su cuenta, al considerarse amenazada por la vida. ¡Qué locura, sentir como amenaza el amoroso Ser que nos vive!
Este amargo sueño, sin embargo, sólo se sostiene cuando nos fugamos al restringido reino de la mente pensante, en el que perdemos el contacto vivo con la existencia. Desde allí todo se interpreta de modo dislocado y atemorizante. Perdida la consciencia del fondo omniabarcante, sólo percibimos objetos huecos, privados del inefable sostén que los abraza y los inunda de vitalidad.
Como reacción, nos contraemos y nos encerramos más y más en un cuerpo que usamos para defendernos o validarnos frente al mundo. Lo más doloroso es la limitación que vivimos como consecuencia. La piel pasa a ser nuestra frontera, en lugar de un órgano de comunión con el espacio vivo ilimitado, que es nuestro verdadero cuerpo. Creemos necesitar expertos que nos digan cuáles son nuestras necesidades de nutrición, sueño, ejercicio… pues perdemos el contacto con la sabiduría natural que nos habla desde dentro, como les habla a los animales, los árboles y las flores. Dejamos de respirar al ritmo de la vida y, desde esa contención, la vida no circula y no podemos sentirla ni escuchar sus mensajes…
Por mucho que se nos instruya sobre ecología y necesidad de cuidar el planeta, al percibirlo como algo ajeno a nosotros, no sabemos respetarlo realmente. Todo se queda en un arsenal de restricciones mentales que creemos que nos pueden guiar y que, lamentablemente, desconectadas del ser, no se mantienen.
Sintamos esta espiración, amigos, esta única inspiración. Salgamos o no a la naturaleza, encontrémonos con ella aquí, ahora mismo, al respirar. Nuestro cuerpo no se ha separado de la vida. Es respirado por la totalidad momento a momento. Ahondemos en este paisaje íntimo y dejémonos inundar por el aliento vivo… desarrollemos la sensibilidad a nuestro latido, a las sensaciones vivas que se mueven en este paisaje abandonado.
Volvamos a casa. Es aquí, es ahora. Subyaciendo a todos esos juicios, a esos demenciales conceptos de aislamiento que ninguna flor sostendría, la Vida Una, poderosa e intacta, sigue sosteniéndonos, abrazando cada aspecto, cada matiz del acontecer. Descansemos en ella y escuchemos su mensaje de amor, corrigiendo toda la locura con la que nuestras torpes mentes interpretaron la danza de la existencia.