Todo lo que aparece ahora mismo en mi consciencia busca sólo unión, recordar la unidad olvidada. Tras cada detalle de mi experiencia , la vida parece susurrarme: “No te separes de mí, víveme, ámame”.
Estamos acostumbrados a ofrecer atención y aprecio sólo en situaciones que nos resultan agradables o que nuestra mente considera valiosas o dignas de amor. A ellas les damos un sí total y nos entregamos a vivirlas con pasión. Dejamos de pensar y en esa apertura nos sentimos plenos. Podemos creer que la felicidad que sentimos proviene de la situación, el objeto, la persona o la experiencia que se nos ofrece, pero en realidad, no es así. En verdad, es nuestro sí, es nuestra entrega la que nos permite sentirnos unidos a lo que vivimos. Es la unidad lo que amamos. Al recuperar por un momento esa conexión con la existencia, la felicidad está asegurada.
Mas como todos sabemos, basta que se filtre cualquier pensamiento de temor a perder ese estado o el intento de perpetuarlo para que esa plenitud empiece a mermar, apareciendo la inquietud y la agitación. La paz que parecía darnos la situación parece volver a esfumarse dejándonos quizás un sabor a decepción, ya muy conocido.
Sin embargo, la vida sigue ahí, fluyendo incontenible, ahora a través de otras formas, cambiando de apariencia, pero como nadie nos enseñó a sostener la conexión con ella más allá de lo aparente, nos separamos mentalmente argumentando que lo que sucede ya no es tan agradable o merecedor de amor.
Sostener esa unidad con la vida que subyace bajo toda apariencia es, para mí, la clave de la verdadera felicidad, esa que conocemos profundamente, consistente y siempre presente.
No es, sin embargo, algo que podamos pedirle a una mente adicta a los “buenos momentos” e intolerante con todo lo que parece amenazar su bienestar. Esa mente juzga las situaciones y así, se separa de ellas constantemente. Incluso cuando las evalúa de modo positivo y las busca, tampoco se une en profundidad a ellas, sino a esa forma que cree que le ofrecerá lo que busca. Lo que experimenta entonces, con apariencia de felicidad, es exaltación, placer, descanso, alivio… como efecto de su aceptación y su apertura. Son expresiones de felicidad, claro, pero nuestro anhelo es la consistencia, ya que somos sus hijos y la conocemos.
De esta consistente felicidad, que es nuestra esencia, surge la capacidad de amarlo todo, unirnos a todo, dar un sí de corazón a cualquier experiencia. Desde ahí sabemos que, cuando el objeto de nuestro afecto desaparece o la situación ansiada llega a a su fin, el vacío que queda o las posibles experiencias de dolor o decepción, pueden seguir recibiendo el abundante flujo de nuestro amor. Al no ser esos objetos, personas o situaciones la causa de nuestra felicidad, su ausencia no nos priva de ella, sino que se nos ofrecen nuevas y más fascinantes posibilidades de amar, de unirnos a la unidad profunda de la existencia, de la que por un momento, parece que nos separamos.
Sí, vida mía, te amo con todo mi corazón, tomes la forma que tomes, bajo todos los disfraces, no puedo sino amarte y rendirme en la dulzura de tu abrazo, que siempre me envuelve tras toda apariencia.