En cada cumpleaños, cuando llegaba el momento de soplar las velas, le recordábamos a mi madre: “¿Has pensado en tu deseo?” Ella respondía y sigue respondiendo: “Sí, siempre es el mismo y nunca se cumple”. Si lo miramos con honestidad, como ella, cada uno de nosotros, sostenemos en nuestro fuero interno que, para ser felices, necesitamos que se cumplan ciertas condiciones o, de lo contrario, esa felicidad queda comprometida, ¿verdad?.
Durante toda mi vida yo también he creído que la felicidad consistía en “sentirme bien” y ello me obligaba a arreglar las circunstancias hasta lograr el paisaje perfecto en el que pudiera, por fin, lograrlo. Estas circunstancias fueron pasando de ser condiciones externas como éxito en mis relaciones o reconocimiento del mundo, a intentar superar el dolor y conseguir que mis emociones y mis sensaciones difíciles se calmaran o, al menos, que no me afectaran, manteniéndome en un estado de imperturbabilidad absoluto y muy “espiritual.”
Es la mentalidad del pequeño yo separado con el que nos identificamos. En su frágil situación, se cree dependiente de muchos factores que ha de controlar y en los que proyecta su salvación. Jamás se le ocurriría abrirse a la posibilidad de que, incluso si esas circunstancias no cambiaran, la paz o la felicidad fueran posibles.
Y es que su definición de felicidad es muy restringida, tan personal que nos ahoga. En breve, se trataría de que “no me duela nada”, “tenga todo lo que creo que necesito para sentirme seguro”, “pueda hacer lo que quiera en cada momento”, “encuentre a las personas que me apoyen y me hagan sentir que soy alguien valioso”… Podrían añadirse algunas pinceladas más, ramificándose cada una en toda una serie de condiciones muy concretas que van cambiando día a día. En un momento puedo estar compungida porque nadie me ha felicitado y en otros, inquieta porque mi dolor de estómago ha aumentada en los últimos días, mi pareja sigue comportándose igual o mis estados meditativos han dejado de ser tan apacibles…
Son cauces muy estrechos para la felicidad, ¿verdad?. Y, además, demandan un control constante de las variables que se supone la producen, con lo cual, se hace ya muy difícil estar en paz…
Desde la perspectiva real de lo que somos, pura vida unida a la totalidad, no ha de darse ninguna circunstancia especial para que la paz sea posible. Ya lo es. Siempre estuvo aquí. La vida, en sí misma, es una pura expresión de paz, un espacio infinitamente pacífico en el que se mueven constantemente corrientes de energía adoptando formas curiosas, apareciendo o despareciendo en una danza irrefrenable. El sustrato profundo que las contiene, no sólo las permite sino que se expresa creativamente a través de ellas. Por decirlo metafóricamente, el océano se mantiene íntimamente unido al movimiento de sus olas, con la que comparte la misma esencia: agua. El movimiento superficial de estas últimas, sea como sea, no altera para nada la paz del océano. Se sabe océano, agua infinita: conoce su esencia. Y en este conocimiento radican la paz y la felicidad. Sé lo que soy y nada de lo que se mueve o percibo puede alterar mi naturaleza, que al mismo tiempo, participa de la danza.
Sí, quizás podamos abrirnos a contemplar una nueva comprensión de la felicidad, esa que no depende de “lo que pasa” o se agita en cada instante, sino que abraza todo lo que acontece. Ello sólo requiere aceptar la quietud insondable que es nuestra esencia y amarla por encima de todas las cosas. Desde ese fondo, todas las formas pueden ser amadas y la felicidad, no sólo es posible, sino ineludible.