¿Qué es lo que hace que perciba a una persona, a una situación, a cualquier circunstancia, como tóxica para mí?
¿Te lo digo?
Mi implicación en ella.
Es decir, que espero algo de esa persona o situación y por eso sigo invirtiendo en ella mi energía, mi atención y mi dedicación. Quizás espero que la relación un día funcione y se realice por fin mi sueño infantil; quizás alimento la esperanza de que ella llegue a cambiar para por fin encontrar la tranquilidad que no tengo; quizás no puedo soportar que mi imagen de “buena persona” que tengo ante mí se deteriore al alejarme; quizás no estoy dispuesta a renunciar a la seguridad que esa persona o circunstancia parecen ofrecerme y me empeño en intentar bandearme entre sus disfuncionalidades como puedo… Quizás, quizás, quizás…
Sí, espero algo. Le he dado a esa persona o circunstancia el poder de hacerme feliz o de sentir a su lado algo que creo que me falta. Y sigo invirtiendo esfuerzo y sacrificando mis sagradas energías en conseguirlo.
Sin esa inversión, cuando esa persona muestra sus “toxicidades” no me sentiría tan afectada, pues comprendería lo que son: expresiones disfuncionales de su búsqueda de amor. Su manipulación, sus tergiversaciones, los ataques que profiere o sus actitudes distantes son sólo eso, inconsciencia de su verdadera naturaleza que, al identificarse con la pequeñez de una persona limitada, busca con desesperación cómo llenar su vacío y recurre a las estrategias que el ego le sugiere en abundancia.
Si yo no me involucro en cambiarla, intentar que funcione como yo querría, hacer pactos con ella para que la relación sea soportable… Si no me desgasto en aguantar o mantener un equilibro tan precario, podré observar su inconsciencia y no contribuiré con la mía a alimentarla. Porque es inconsciencia dar vueltas en torno a lo que es dañino, tratar de arreglarlo con un interés oculto: mi bienestar. Ahí me pierdo, me olvido de mi amplitud y me disminuyo, convirtiéndome automáticamente en víctima de una situación.
La consciencia que somos no pretende nada de nadie, ni pone en manos de ninguna situación su integridad. Ya está garantizada desde siempre.
La consciencia, enamorada de la vida que soy, puede contemplar todas sus expresiones y admitir todas sus olas sin encerrarse en ninguna. En ella pueden surgir también mis propias reacciones contundentes, no permisivas de situaciones de maltrato o abuso: tal es su permisividad. En ella pueden surgir todos los sentimientos que quizás rechacé durante mucho tiempo mientras trataba de mantenerme en situaciones que no me honraban: rabia, odio, miedo, tristeza, culpabilidad… Y todo es abrazado en su cálida mirada.
Y sólo cuando todo eso es abrazado en mí puedo mirar con la misma amplitud los sentimientos que llamo “tóxicos” en los demás sin tener que involucrarme en ellos. Y me puedo permitir incluso alejarme físicamente de sus vidas porque ya no espero nada de ellos y porque sé de la inutilidad de seguir invirtiendo en lugares ilusorios. Pero eso no me separa en lo profundo de ellos, simplemente me retiro al océano y dejo que las olas se muevan como es su naturaleza, la movilidad.
El verdadero amor no tiene que ver siempre con comportamientos sonrientes, con gestos dulces o amables. El verdadero amor no se traduce en actitudes estereotipadas en el mundo de la forma. Reside en la profundidad y, desde ella, lo abraza todo sin engancharse en nada. Ahí podemos encontrarnos, en ese campo más allá del bien y del mal, como decía Rumi. Y ese encuentro verdadero no supone que en el mundo de la forma no se den decisiones valientes, gestos contundentes, que brotan naturalmente de la conexión con la claridad que es nuestra esencia.