¿Te ha pasado alguna vez que, tras tocar el cielo, habiendo saboreado momentos de profunda comprensión y descansado en tu naturaleza profunda, te has dicho: “Ya está, esto es lo que buscaba, ya lo estoy viviendo y no podré olvidarlo más”? Un rato después, en cualquier situación, sucede algo o alguien dice algo que te perturba y surge un movimiento de reacción incontrolable. Sin esperarlo, te encuentras sumergido de pronto en el pozo de eso que llamarías “tu propio infierno”, ese que creías haber superado.
A mí sí me ha ocurrido. Y muchas veces, además. Es doloroso, pero no por la situación en sí, sino por cómo es interpretada por nuestra pequeña mente, que usa automáticamente lo sucedido para volver a reinar. “Ya has vuelto a fallar”, “no tienes remedio”, “vaya fracaso”, “no lo consigues nunca”… suele argumentar. Al creerla, nos vemos sumergidos de nuevo en los oscuros abismos de la culpa. El personaje, que se cree erróneo y que quiere ser bueno, se apropia de esa reacción para seguir confirmándose.
Como sabemos, nuestro único problema, la causa del sufrimiento que experimentamos, es habernos identificado con un personaje separado, carente, insuficiente e indigno que tiene que superarse para conseguir “ser alguien”. Muchos de sus movimientos van encaminados a esa autosuperación personal, a ser una mejor persona.
Cuando nos reconocemos en nuestra naturaleza esencial y profundamente amorosa, más allá de esa personita que creímos ser, descansamos y anhelamos permanecer en esa consciencia natural. Nos parece imposible olvidar esta realidad poderosa y auténtica y no creemos que sea fácil volver a confundirnos con la pequeñez que nos contraía.
Sin embargo, ese condicionamiento inconsciente no va a desaparecer porque nos reconozcamos como la luz de la consciencia. Al contrario, ante la falta de alimento, sus movimientos pueden incrementarse, buscando atención. Y puede suceder entonces que, inesperadamente, nos veamos sumergidos de nuevo en esas nubes de inconsciencia que desechamos.
Sin embargo, esto no es un problema, salvo si es interpretado como una caída o un fracaso.
En realidad, el personaje que creemos ser “no tiene arreglo”. No es de esperar que, por habernos conocido como consciencia abierta y libre, cese su trajinar. Al contrario, ante la luz de ese reconocimiento, nuestras áreas olvidadas como el miedo, la culpa, el dolor, el abandono o la impotencia, van a buscar acogida. Las criaturas que rechazamos y recluimos en la penumbra de la inconsciencia, anhelan liberarse, y surgen en la superficie de la experiencia con fuerza. Quieren ser abrazadas, comprendidas, admitidas, nunca más recluidas o desterradas. Y aparecen, irrumpiendo y desbaratando, aparentemente, un equilibrio precario al que quisimos aferrarnos.
La pequeña mente interpreta mal, tanto los momentos de bendición que vivimos, como los de tormenta. Ambos se los adjudica de modo personal, identificándose con esa paz, que es nuestra naturaleza, como un logro conseguido y también con las arrasadoras olas subsiguientes, al considerarlas como un fracaso o una caída.
Ni esa paz profunda es “suya” ni tampoco es personal el aparente caos que experimenta.
Somos el océano de la consciencia, amplio y profundo. Vivirnos como esa inmensidad y transparencia no es un logro, es nuestra verdadera naturaleza. Experimentar las feroces oleadas que se levantan en la superficie no es un fracaso: buscan ser reconocidas como partes nuestras, expresiones vivas que surgen para ser iluminadas, admitidas e integradas, no rechazadas.
Entendámoslo de una vez por todas: somos vida ilimitada, no un personaje que debe mejorarse. Nada es personal. El Amor que somos, cuando irrumpe en nuestra vida, va a hacer surgir todo lo que no es amor. ¿Para qué? Para poder amarlo, rescatarlo del olvido y encontrar, tras su disfraz, la esencia. El océano no espera que dejen de levantarse olas en su seno, de todo tipo. Ni prefiere la transparencia de los momentos de calma a las indomables marejadas que suelen sucederle. Todo es admitido, todas son sus hijas, todo es su sustancia, agua, expresándose.
Desaparezcamos, por fin, como hacedores. Dejemos de interpretar la experiencia desde un punto de vista tan limitado y reconozcámonos como Vida que lo ama todo. Pero si, por un momento, volvemos a confundirnos, abracemos esa confusión. Todo lo que surge sólo busca el cálido abrazo de la consciencia: “Sí, puedes estar aquí, eres una expresión del Todo y, aunque aún no te comprendo, no te doy ningún significado. La Vida en mí te ama, yo soy ella”. Precisamente al abrazarte me reconozco como Abrazo, cada vez mas amplio, cada vez más cálido y abarcante, mi propia esencia.