“Yo hago lo que quiero”, “a mí nadie me condiciona”, “elijo lo que me conviene”…
Este tipo de frases, tan recurrentes, expresan el modo en que el pequeño yo, con el que nos confundimos, entiende la libertad. Es la libertad del hacer y está referida a los objetos, relaciones y situaciones con los que se maneja cotidianamente y que constituyen su mundo.
En ese ámbito, en el mundo de las formas y las cosas, los sucesos que van y vienen, no existe en realidad la libertad. Podemos creer que decidir esta opción en vez de aquella me hace libre o que desoír las imposiciones de alguien y hacer lo que deseo me libera. Y en cierto modo es verdad que experimentamos un alivio cuando no dejamos guiar nuestras vidas por referencias ajenas. Pero, ¿podemos estar seguros de que al hacerlo no estamos siendo condicionados por nuestra genética, nuestra educación, nuestro bagaje mental o emocional, las experiencias del pasado, nuestros impulsos automáticos …?
¿No hemos tenido mil veces la evidencia de que, por muy claras que veamos las cosas y decidamos cambiar nuestras actuaciones, con frecuencia volvemos a vivir experiencias parecidas al habernos dejado guiar por los mismos patrones mentales o emocionales no observados?
Y es que la libertad verdadera no reside ahí, en el mundo del hacer, pensar o sentir del pequeño personaje con el que nos solemos identificar.
La libertad que anhelamos realmente surge de un espacio más profundo y no tenemos que conseguirla con actos ni esforzados intentos. No hay que lucharla ni conquistarla. Es la libertad natural del SER. Nacimos de ella, es nuestra esencia y en su espacio infinito discurre nuestra agitada vida de la superficie, sin darnos cuenta de ese telón de fondo inmenso que contiene todos sus vaivenes.
La libertad del ser la experimentamos cuando nos reconocemos en nuestra naturaleza espaciosa y contemplamos desde ella el incansable ir y venir de los objetos (pensamientos, sentimientos, percepciones, sucesos, acciones… ) sin aferrarnos a ellos ni rechazarlos.
Entonces nos damos cuenta de que, para sentirnos libres, no tenemos que hacer nada con ninguna situación, persona o circunstancia. Observamos que no necesitamos ni siquiera erradicar los pensamientos que van y vienen, ni luchar internamente contra ninguna emoción para, por fin, experimentar la paz. Aprendemos a observar los impulsos de nuestro condicionamiento antiguo mientras descansamos en un espacio más amplio y profundo, sin definirnos por lo que sucede o por nuestras actuaciones… Todo eso brota del contacto con lo real. Sólo desde ahí la libertad es auténtica.
“La verdad os hará libres”, decía Jesús. Y… ¿qué es conocer la verdad sino sabernos y sentirnos uno con la vida, más allá de todas las modulaciones y cambios de las formas en que se expresa?
Eso no significa que no hagamos nada, que dejemos de actuar, que aguantemos situaciones de opresión o limitación… ¡No! Precisamente del arraigo en nuestra amplitud surgen las mejores actuaciones, las decisiones más lúcidas y las iniciativas alineadas de forma natural con nuestra integridad, con nuestra verdadera felicidad, con la totalidad. Naturalmente nos dejamos inspirar por esa sabiduría intuitiva en la que confiamos y que “sabe” lo que la pequeña mente hacedora ignora por completo. “No soy yo quien vive, es la VIDA la que se vive a través de mí.”