A veces, confundidos con la limitada perspectiva de un pequeño yo, podemos sentirnos abrumados al creer que no estamos haciendo suficiente, que deberíamos estar en otro lugar viviendo una vida más significativa, rodeados de otras personas más interesantes o apreciativas de nuestros dones y talentos.
Es posible que en períodos así, nos comparemos con quienes nos parece que sí están viviendo experiencias más importantes para el mundo y estimulantes para ellos mismos. Querríamos sentirnos útiles, valiosos y valorados desempeñando papeles que fueran reconocidos. Quizás aspiraríamos a una experiencia más brillante, que nos hiciera sentir por fin, que nuestra vida merece la pena.
Y, sin embargo, no acabamos de ver el camino. No hay respuestas claras ni puertas que se abran. Esos pensamientos nos aturden y otros de autocrítica o exigencia encogen nuestra emocionalidad y nuestro cuerpo. Nuestras células se contraen y la respiración parece casi inexistente. Estamos sufriendo. Y no sólo por el momento de confusión o incertidumbre, sino por el maltrato mental al que nos dejamos someter al creer todo ese manojo de pensamientos que disminuyen y desprecian nuestra vida presente tratando de cambiarla por otra: “Yo no debería estar aquí, las cosas deberían ser de otra manera, otros sí que viven una vida plena…”
En momentos así, aunque lo que nos gustaría sería encontrar una salida, atisbar alguna posibilidad de escapar de la situación que parece afectarnos, puede que lo que más necesitemos sea sentarnos amorosamente en medio de ella. Y atender a ese pueblo maltratado y desvalorizado de nuestras células, a nuestro precioso corazón acongojado por esos argumentos despectivos hacia nuestra sencilla vida presente.
Si nos acercamos íntimamente a nuestro respirar, si acompañamos sus diminutas oscilaciones, quizás puedan relajarse un poco y dejarnos sentir el paisaje encogido de nuestro pecho o la contracción que bloquea el estómago. No podría ser de otra manera. Nuestras criaturas interiores han estado recibiendo un mensaje de desprecio, se sienten abandonadas mientras mentalmente galopamos hacia otros horizontes mentales que les son tan ajenos… Nos estamos yendo de casa y en nuestro hogar se siente la desolación. Nuestros hijos nos llaman. Sí, la tristeza, la confusión, la impotencia, la duda, la contracción… son nuestros hijos en este instante y no hay nadie que los atienda. Las sensaciones que sentimos son su modo desesperado de llamarnos, no tienen otro.
Quizás queriendo estar ayudando al mundo a sanar, ofreciendo soluciones al abandono, instruyendo con nuestra gran sabiduría a otros seres supuestamente necesitados de ella, llenando de compasión y alivio otros corazones ahí fuera… Hemos olvidado el nuestro, aturdido ante esos pensamientos que desprecian su incansable tarea, su sostén incondicional en todo momento, mientras seguimos empeñados en salvar a los que nos rodean.
Detengámonos pues, amorosamente. Quizás esas necesidades que percibimos ahí fuera sean sólo el reflejo de las que estamos ocultando en nuestros adentros.
¿Qué tal ofrecer a nuestros hijos internos la presencia, la empatía, el abrazo que quisiéramos dar al mundo? Acerquémonos dulcemente, dejémonos sentir ese latido apresurado, ese nudo en el estómago. Vayamos sintonizando amablemente con nuestro respirar. Llenemos de oxígeno y de amor todos los rincones olvidados. Comprometámonos abiertamente con este paisaje abandonado, ofrezcámosles un espacio de descanso a tantas criaturas rechazadas que no tienen dónde reposar.
Y, una vez restablecida la calma en el hogar, miremos también con interés esas voces que presionan, critican, comparan, exigen y disminuyen a la inocente vida que somos. Son hijos nuestros también. Muy confundidos, eso sí; tan extraviados que tratan de obtener por la fuerza lo que creen necesitar, sin reparar en los daños que provocan y el abandono que generan. Son las voces de una antigua mentalidad, la del miedo y la desconfianza; que se olvidó de nuestra unidad indisoluble con la Vida, nuestra madre, que cuida del más mínimo de nuestros detalles. Al no reconocerlo, esa mente trató de ocuparse torpemente de todo, usando el temor, la culpa y la violencia. Era sólo ignorancia. Ahora vemos que no necesitamos esas voces cansinas para caminar.
Por ahora, descansamos en esta comprensión. La salida que buscábamos desesperadamente en esas consecuciones, estaba aquí dentro. La puerta ya está abierta y la energía viva que buscaba ser atendida, ya puede expresarse libremente. En el momento requerido, se nos encontrará dispuestos.
Quizás no vemos con claridad un horizonte, pero este instante está lleno de amor. Y el amor sólo sabe extenderse… Él nos guiará también llegado el momento de actuar en ese mundo que llamamos externo. Por el momento, aceptemos la invitación a quedarnos y creemos un hogar acogedor aquí dentro. ¿Qué podríamos ofrecer al mundo si en nuestro fuero interno no hemos sabido crear las condiciones de la verdadera empatía, la auténtica intimidad con nuestra experiencia?
Necesitamos desarrollar esta escucha atenta, esta receptividad que tendemos a proyectar fuera. Recordemos que las necesidades que vemos en el mundo son, con frecuencia, nuestras propias necesidades desatendidas. Que el papel que queremos jugar para otros es el que se nos está pidiendo jugar para nuestros propios hijos internos. Que el reconocimiento que esperaríamos del mundo, quizás podamos ofrecérnoslo en la experiencia directa de nuestros pensamientos, emociones, sensaciones, percepciones… contemplándonos como esa inmensa capacidad de acogida que somos, consciencia viva.
Todo lo que sucede en nuestra vida apunta hacia ese único fin: el reconocimiento de lo que somos. ¿Para qué seguir distraídos dando vueltas en torno a lo que ocurre cuando podemos usarlo todo para despertar?
¿Por qué seguir buscando experiencias que nos iluminen cuando podemos enamorarnos de nuestro propio resplandor que ilumina cada experiencia?