¿ESFUERZO O COMPRENSIÓN?

“No hay que esforzarse”, “No hay nada que hacer”… Son frases que escuchamos y quizás repetimos con frecuencia en relación con nuestro camino interior. Y a mí me parece que, si no comprendemos bien a qué nos referimos, puede generarse mucha confusión.

Mirémoslo hoy. En realidad, todo depende de reconocer de dónde surgen estas frases, de saber quién las pronuncia.

El pequeño yo con el que nos confundimos se maneja desde el esfuerzo. De hecho, su sensación de estar separado del universo y tenerse que valer por su cuenta ya supone, de por sí, una gran inversión de energía orientada a conseguir algo imposible.

Se dice en el Génesis: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Es decir, la vida que nos vive y nos nutre de forma gratuita pasa a tener que ser ganada con esfuerzo al creernos separados de ella. Si todo depende de mí, si cualquier cosa puede ser una amenaza a mi precario equilibrio, no puedo descansar y tengo que empeñarme en controlarlo todo. Ese es el yo hacedor, el falso yo que creímos ser en esa esforzada comedia mientras la vida, amorosa, sostenía la representación.

Evidentemente, tal comedia tiene fecha de caducidad. Las ascesis y los esfuerzos, cuando son promovidos por un yo ilusorio que se cree a sí mismo separado e insuficiente, sólo consiguen reforzarlo en cada intento. Y esto resulta aún más llamativo cuando se aplica en el mundo que llamamos espiritual. Cuando la búsqueda de realización brota de un personaje que se considera carente, disminuido y necesitado, los esfuerzos que hace por conseguir “iluminarse” o realizarse, son los que precisamente le alejan de su anhelo. Pero, desde su perspectiva, no puede ser de otra manera. Ese pequeño yo, nacido de un artificio que lo disminuye y lo separa del todo, no se da cuenta de que el verdadero esfuerzo es el que está siempre haciendo al separarse de esa iluminación natural que es la de ser, simplemente, uno con la vida.

Descubrir nuestra unidad inocente con el todo, descansar en esa paz, en realidad no supone ningún esfuerzo comparado con las ingentes cantidades de energía que cada día invertimos en pensarnos insuficientes, separados e independientes de la vida que somos. Eso sí que es un esfuerzo del que, a fuerza de habituarnos, hemos perdido la consciencia.

¿Por qué, si no, estaríamos tan agotados? Vivir naturalmente sabiéndonos amados y nutridos, no cansa. Es asumir esa autoría artificiosa que supone un peso sobre nuestros hombros totalmente innecesario pero al que nos hemos acostumbrado: “Así es la vida”, nos decimos unos a otros, intentando aliviarnos de esa carga autoimpuesta que creemos normal.

Y ahora, cansados de tanto forzar nuestra naturaleza, cuando contemplamos cualquier propuesta que podría liberarnos de ese condicionamiento mental, nos encogemos y lo consideramos un enorme esfuerzo que se suma al que ya llevamos sobre nuestras espaldas: más estrés, más obligación… Todo lo que suene a disciplina nos parece indigerible. El aquietamiento, la indagación, el simple detenernos a respirar, nos parece una nueva imposición que no estamos dispuestos a asumir. Y es comprensible. El pequeño yo, que sólo conoce esa óptica, asimila cualquier acción a sus patrones limitantes y se resiste, convirtiéndola en sufrimiento potencial.

Por eso, cuando escucha decir, también desde esos ámbitos espirituales “No hay que hacer esfuerzos”, “No hay nada que hacer”, se siente liberado y lo interpreta como una invitación a la inacción. Y ahí es donde se pierde. En realidad, desde la perspectiva de la consciencia amplia que somos, no hay nada que hacer. Ya somos eso que buscamos. No necesitamos mover ni una pestaña ni desplazarnos ni un solo centímetro. No hay distancia ni camino que recorrer. Pero para alinearnos con este espacio silencioso que somos y del que sólo nos separan nuestras falsas creencias, es necesaria, para mí, una absoluta entrega, una total dedicación a recordar lo que la inercia de nuestro condicionamiento subconsciente va velando si no estamos despiertos, si seguimos confundiéndonos con ese personaje hacedor o cansado de tanto hacer.

Esta dedicación a la que aludo no es un esfuerzo en el sentido de que no es nada penoso ni cansino. Es puro amor, pura coherencia con nuestro anhelo más profundo. Pero es necesaria, tan necesaria como la dedicación de una madre a su hijo que ama con todo su corazón. Alentada por ese amor, desde que está en su seno, lo nutre y los sostiene, priorizando esa dedicación natural sobre muchas otras cosas que pasan a ser irrelevantes. No es una carga, sino una entrega natural, momento a momento, orientada a cultivar su tesoro.

Esta dedicación gozosa y sentida (aunque a veces no coincida con las apetencias del pequeño yo) brota de la comprensión clara de lo que somos y de la necesidad de no olvidarlo. Está alentada por la conciencia que somos. Ella es, en realidad, la que está queriendo conocerse a través de nuestra experiencia humana, es ella la que nos guía. Basta nuestra entrega a ese impulso. Basta reconocer cada instante como el espacio único en el que la Vida se está expresando a través de las formas que percibimos y ofrecernos por completo a esa expresión, en lugar de seguir usando todo para ir por nuestra cuenta. La primera opción, es puro gozo; la segunda, esfuerzo y sufrimiento. La elección está disponible momento a momento.

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