¿Cómo no vas a sentir soledad
si tu monólogo mental se maneja constantemente
con pensamientos solitarios?
¿Y qué son pensamientos solitarios? Los referidos a mí, un ente aislado en un mundo del que se siente víctima, al que tiene que agradar, del que teme el rechazo o del que recibe su bienestar…
“¿Qué haré cuando llegue a casa?”, “Me han dicho que no…”, “No me gusta cómo me he visto en el espejo”, “¿Y si no me tienen en cuenta?”, “¿Qué voy a comer hoy?”, “¿Habré sido demasiado atrevido?”, “Tengo que impresionarles”, “No lo he conseguido”, “Me duele la cabeza más que ayer y esto puede ser grave”… Incluso aquéllos que parecen versar sobre otros, si los miramos bien, son intensamente personales: “Me preocupa la salud de mi pareja”, “¿Por qué está siempre tan serio?”, “¿Sabrá manejarse bien mi hija en esa situación?”, “¿Y si se muere mi mascota?”… De un modo u otro, son pensamientos de supervivencia que, cuando los asumimos automáticamente, nos generan temor o inquietud porque asumimos que nuestra estabilidad emocional puede verse comprometida.
La nota común de todos ellos es muy básica: yo, yo, yo, yo… y en torno a ese pequeño pensamiento llamado yo, giran todas las películas con las que trata de protegerse o validarse en un universo que parece no amarle.
Sin embargo, sabemos que nuestra experiencia no proviene de lo que sucede ahí afuera: movimientos, eventos, sucesos… Nuestra experiencia emocional surge cuando nos creemos las interpretaciones que la mente que se cree separada genera sobre ello. Y esa mente miope y reducida no puede funcionar más que dentro de su limitación, surgida de la idea demente de separación que llevamos alimentando tanto tiempo.
Y, no obstante, esa mentalidad no es el problema, sino el haberla asumido como cierta en sus presupuestos. En la base de todos ellos, está la soledad, la separación, el aislamiento, que alimenta todo nuestro monólogo cotidiano. La soledad no tiene nada que ver con que no haya otros cuerpos a mi lado, sino en la adicción a este monólogo ignorante de la realidad. Aún rodeada de muchas personas, si lo sigo alimentando, me puedo sentir como la más abandonada de las criaturas.
Pero… ¿Y si aprendiéramos a observar ese funcionamiento con total amabilidad y desapego, como quien escucha una antigua grabación que se repite automáticamente? ¿Y si en esa observación constatásemos vivencialmente como nuestro cuerpo se encoge, nuestros tejidos se contraen y nuestra respiración se minimiza al identificarnos con tal monólogo solitario y demente? No puede ser de otra manera, ya que la separación es tan imposible de digerir por nuestro sistema que el malestar está asegurado cuando creemos en ella.
¿Y si, mientras vamos asumiendo esta constatación, naturalmente nos sintiéramos descansar en un espacio más profundo, más amplio, libre de condicionamientos, en el que la soledad es inexistente, ya que todo es unidad? Es como si, en lugar de encerrarnos en las solitarias nubes que pasan, les permitiéramos transitar mientras permanecemos reconociéndonos como el amplio cielo en el que se mueven.
Esa es nuestra libertad, el ejercicio natural de nuestro libre albedrío, que podemos experimentar ante cada pensamiento que nos es propuesto por esa mente de supervivencia ancestral. ¿Los asumimos como ciertos? Si nos encogen y aíslan por dentro, generando soledad… ¿Para qué los queremos?
Y, en su lugar, elegimos descansar como el cielo de la consciencia que observa, permite, siente… de ahí surgirán de forma espontánea pensamientos reales, conectados con la paz, con la unidad que somos, pensamientos de amor, pura creatividad… que nos acompañarán e iluminarán nuestro caminar.