Una y otra vez…
Algo pasa que no es lo que debería pasar,
algo dices que no es lo que deberías decir,
algo siento que no es lo que debería sentir,
algo hago que no es lo que debería hacer…
Una y otra vez…
Casi constantemente el momento presente no está cumpliendo con nuestras hermosas expectativas sobre cómo deberían ser las cosas.
Una y otra vez, nuestros idílicos sueños se desmoronan en el escenario del aquí, éste que nuestra mente llama ordinario, inadecuado o indigno, por no cumplir con las condiciones ideales que ella soñó.
Una y otra vez, tras nuestros loables anhelos de trascendencia, vuelven a surgir las olas tan temidas de la decepción, la culpa, la tristeza o el miedo…
Cuánto nos gustaría no volver a sentir la insidiosa herida de la frustración, el amargo ambiente del desamor, las contraídas sensaciones del abatimiento… Y, sin embargo, una y otra vez, la vida nos recibe ahí, en el suelo del dolor tan frecuentado, despidiéndonos una vez más de nuestros sueños infantiles sobre cómo debería ser este instante: un instante iluminado, feliz, exitoso, liberado, amoroso…
Querríamos mantenernos en esa elevada sensación de trascendencia, en la seguridad de sobrevolarlo todo que a veces experimentamos creyendo que… “¡ahora sí, ya lo he conseguido!”. Y, de nuevo, sin saber cómo, algo se precipita para que el abrupto aguijón del malestar se deje sentir de nuevo: “Pero… ¡si ya lo tenía superado! ¿qué está pasando que aún no he comprendido? ¿por qué, por qué, por qué…? Si me he esforzado tanto, si me dedico con todas mis energías a trascender lo que me pesa, lo que me hunde o me oscurece… Si ya he observado la identificación con mis patrones y he aprendido a manejar mis emociones… Ya debería haberme iluminado, ya no debería volver a este profundo pozo en el que se disipan mis profundos deseos de liberación, mostrándome una realidad que creía haber superado para siempre!”
El instante presente nos decepciona con frecuencia. Inmersos en él, se caen nuestras ideas de cómo debería presentarse, libre de dolor o de ansiedad. Una y otra vez nos vemos despojados de nuestras amadas expectativas y caemos exhaustos ante su irrevocable realidad. Una y otra vez nuestros sueños de perfección se disuelven en medio de tormentas que, a veces, nuestro pecho y nuestro vientre parecen no poder soportar. El bendito sueño de una vida extraordinaria queda enterrado muy poco tiempo después de haberlo vuelto a alimentar.
¿Qué sentido tiene todo esto? Pareciera que, en cada momento, morimos a nuestra idealizada imagen de la vida quedándonos, finalmente, tan cansados y confusos que no tenemos energía para ponernos las pilas e intentarlo de nuevo.
Y es que, una y otra vez, el instante presente nos invita a despertar del sueño de “lo que tendría que ser” y abrir la mirada a la evidencia de “lo que es”. Y a darnos cuenta de que, lo que percibimos y parece no adecuarse a lo esperábamos, es sólo un disfraz superpuesto a la verdad profunda que nos abraza, la verdad que somos. Su apariencia, dislocada por nuestros prejuicios e interpretaciones, parece “no encajar” en el cuadro perfecto que imaginamos y, sin embargo, si aceptamos asumirla sin historias, en su inmediatez presente, nos ofrece el regalo que hemos estado siempre buscando en otro sitio, en otras circunstancias mejores, en un futuro que nunca llega.
¿Y si no hubiera nada que superar? ¿Y si todas nuestras tácticas para trascender lo que nos duele no sirvieran? De hecho, eso es lo que parece suceder… ¿Y si nada pudiera asegurarnos que las heridas de nuestra vulnerabilidad no van a permanecer cerradas de por vida? ¿Y si, precisamente, lo que sucede es que parecen intensificarse cuanto más son penetradas por la luz de la consciencia? ¿Y si esas heridas estuvieran aquí precisamente con un objetivo sagrado, tan sagrado que nada más en el mundo pudiera cumplir esa función?
Precisamente aquí, en esta rendición, donde se puede abrir la gran puerta de la comprensión. El verdadero despertar que tanto anhelamos en un futuro se nos ofrece en cada instante.
“No es por ahí, hijo -diría la Madre mientras yacemos agotados en su seno-. Quédate un poco más conmigo. No te pido nada. No tienes que superarte, transcenderte, iluminarte. No es necesario emprender más epopeyas con la esperanza de llegar aún más lejos o de no volver a caer. Caer en mis brazos no es tan malo, ¿ves? Siempre he estado aquí para sostenerte. Descansando en mi corazón puedes comprender, mientras tus heridas son abrazadas.
Desde aquí puedes mirar con mi ternura esos loables, pero cansinos intentos de ser alguien que trasciende o supera lo que duele, que sobrevuela el aguijón de lo ordinario.
No es posible. Por tu cuenta, no puedes, pues eso que llamas “tú” es sólo una idea desenfocada de la realidad. Un yo separado no es posible, salvo como idea, y todo lo que emprendas en su nombre, aunque sea “iluminarte”, será vano y sólo servirá para intensificar una y otra vez la ilusoria sensación de una identidad autónoma.
Esa es la función sagrada de tus fracasos, de la decepción de no conseguirlo: caer en mis brazos. Y en esta caída, recuperar la visión verdadera, la de la unidad, la de este instante. La mirada del amor es esa con la que Yo, la Vida, contemplo cada una de tus aventuras de superación y tus ilusiones sobre cómo deberían ser las cosas…
A esa mirada estás siendo invitado desde siempre, pero sólo después de haber intentado frenéticamente ir por tu cuenta, aceptas detenerte, recostarte en mis brazos y habitar el espacio luminoso que siempre te albergó: el templo de lo que es, el instante presente. Sólo en él es posible ese amor que anhelabas en otro sitio. Aquí te abres a la vida, a todo lo que aparece, sabiendo que cada uno de los detalles que aquí experimentas te ofrece el descubrimiento de tu SER. El Amor que eres no busca trascender nada: abraza todo. En ello encuentra su trascendencia. Aquí se te ofrece la única decisión, tan postergada: AMARLO TODO, incluída tu resistencia, tu dolor, tu cansancio, tu decepción… tal y como Yo siempre lo he amado.“