¿Cómo estás? ¡Bien! Es la respuesta más inmediata que surge con frecuencia, corresponda o no a la realidad del momento. Nos parece que “estar bien” fuera lo correcto e indicara que estamos a la altura, que hemos conseguido lo fundamental. Como si el no sentir ese bienestar, basado en las condiciones de nuestra vida, hablara mal de nosotros. Para empezar, esto es una locura, ya que en el mundo de la superficie, todo cambia constantemente y ninguno de estos cambios nos define. ¿Está bien el cielo cuando no hay nubes y mal cuando se pasean en él? ¡No! El cielo sigue siendo él mismo sea o no atravesado por esos fenómenos cambiantes. En la naturaleza, todo es admitido, todo tiene sentido en su momento. Es solo en la mente humana condicionada donde se genera el conflicto.
¿Te has detenido a mirar alguna vez todo lo que somos capaces de hacer para conseguir “estar bien”? El pequeño yo separado invierte toda su energía en intentar que se cumplan todas las condiciones que cree necesarias para que ese “estar bien” sea posible.
Ese supuesto estado de bienestar cambia de apariencia según las personas, según los momentos, según las circunstancias… pero en esencia, es lo único que busca el ser humano que se cree separado de la Vida. Y a ello se dedica constantemente. ¿Para qué son sus relaciones, sus intentos de encontrarlas y de que funcionen como le gustaría? Para estar bien. ¿Por qué trata de conseguir los mejores trabajos y mantenerlos? Para estar bien. ¿Por qué se obsesiona con su salud y se rodea de todo tipo de recursos para protegerla? Para estar bien. ¿Para qué se entrega a todo tipo de adicciones cuando esas áreas de su vida no funcionan como esperaba? Para estar bien. ¿Por qué se acerca muchas veces a ciertas prácticas espirituales que le garanticen una tranquilidad o un reconocimiento? Para estar bien. Y podríamos seguir citando más y más ejemplos que nos seguirían confirmando el móvil principal que alienta la vida del pequeño yo: estar bien.
Pero… ¿Por qué ese empeño tan empecinado? A primera vista, parece normal que así sea, ¿verdad? Pero si miramos más profundo, podemos comprender en seguida que algo que se busca con tanta insistencia es algo de lo que se cree carecer y que se valora profundamente. Y si se valora así debe ser porque, en el fondo, se conoce bien. En efecto, en lo profundo, en comunión con nuestra verdadera naturaleza, estamos siempre “bien”. Es decir, estamos en el Hogar, unidos a nuestro Ser, nada nos falta. La Vida de la que formamos parte está ocupándose de que todo funcione, como el corazón se está encargando constantemente de que todas las células del cuerpo reciban su nutrición, bombeando sangre para ellas.
Ese es nuestro estado de confianza natural, en el que no buscamos nada, pues nos sabemos “bien”. Todos nosotros conocemos eso, íntima y profundamente.
Solo cuando olvidamos esta compleción y nos identificamos con una partícula escindida de la totalidad, comienza la búsqueda. El yo separado se mueve en el mundo de los objetos, perdido entre ellos y sin el apoyo natural de su Fuente, con la que no se siente en contacto. El “estar bien”, su modo de expresar la paz verdadera, que era natural, se convierte en su único objetivo, en la obsesión que subyace a todo su deambular. Trata de conseguirlo manipulando y controlando su mundo externo, ya que ha perdido el contacto con lo esencial.
Podemos comprender esta búsqueda, claro que sí, pero también darnos cuenta de que está constantemente destinada al fracaso. Ninguna circunstancia, ningún objeto, ninguna relación, ninguna práctica… tiene la cualidad de la consistencia. Y esta consistencia es precisamente lo que más anhela nuestra alma. Por eso, el pequeño yo siempre está insatisfecho. Comprueba una y otra vez que su sueño nunca puede realizarse de modo consistente en el mundo de la forma. Y, aunque por momentos parece atisbarlo en algún logro, el temor de su disolución lo sume en el estrés y la tensión: ¿cuánto durará?, ¿será esta la persona?, ¿podré mantener este estado?
Entonces, podríamos decir, ¿no hemos de intentar “estar bien”?
No, no se trata de eso. Este intento se convertiría entonces en una nueva meta, aún más imposible que la anterior.
Para mí, lo que necesitamos es ser muy conscientes de que este anhelo de felicidad o paz, que codificamos con la expresión “estar bien”, sólo puede ser vivido realmente en su lugar natural, ese de donde procede: la unidad con la Vida. Separarnos mentalmente de ella ha generado todo el sufrimiento y la búsqueda de felicidad en lugares tan lejanos.
Nada en el mundo de los objetos puede ofrecernos esa paz que tanto amamos. Y la amamos tanto que hemos sido capaces de destrozarnos y agotarnos por ella buscándola donde no se encuentra. Esto es un gran aprendizaje y su regalo es traernos por fin de vuelta al Corazón de la existencia, siempre presente, ahí adonde apunta esta inspiración, esta espiración, esta pausa entre ellas…
Cuando nos enamoramos de este descanso en lo real, ya no buscamos “estar bien” a través de las condiciones externas. Estas se despliegan de modo natural y perfecto desde esa conexión, como efecto de ella. No siempre nos satisfacen quizás, pueden ser incluso muy duras o intensas, pero ello no es lo importante, pues la verdadera paz ya existe y es vivida en un lugar más profundo. Desde ahí, las circunstancias, favorables o no, pierden su relevancia como determinantes de nuestra paz, para convertirse en puertas para reconocerla, más allá de las alternancias superficiales.
La búsqueda narcisista de intentar “estar bien” nos ciega a la verdadera felicidad, infinitamente amplia, siempre accesible y mucho más real que las pequeñas condiciones por las que la mente separada se esfuerza. Brota de la unidad profunda con la Vida, de descansar en nuestro Hogar. No es nuestra fabricación personal, sino el estado natural de la existencia. Rendirnos a ella, vivir para ella… es la única y verdadera garantía de felicidad, independiente de toda condición.
Si deseas profundizar en este tema, te sugiero la lectura del libro “Del hacer al ser” y su práctica a través del curso “Viaje al corazón”.