Recuerda algún momento de tu vida en el que te sentías profundamente enamorado o enamorada de alguien… O ese otro período en el que descubriste aquella actividad que te encantaba… O cuando emprendiste aquel proyecto que te entusiasmaba. Deseabas, sin duda, dedicarle todo el tiempo de que disponías a esa persona, actividad o proyecto. Y seguramente se te antojaban cortos los momentos compartidos o invertidos en lo que amabas.
Quizás, en aquellos días, muchas de tus ocupaciones habituales que no significaban tanto para ti eran dejadas de lado y es posible que algunas, que antes te parecían importantes, se tornaran totalmente irrelevantes. Puede que, en aquellos días, te sorprendieras al constatar que, casi sin darte cuenta, habías dejado de frecuentar ciertos lugares o abandonado ciertos hábitos que, hasta entonces, formaban parte de tu rutina. No supuso mucho esfuerzo, sin duda, esa espontánea renuncia a ciertas costumbres que absorbían un tiempo y una energía preciosas que empezaste a dedicar inmediatamente a lo que te entusiasmaba.
Soltar es natural. Dejar lo que ha quedado obsoleto sucede fácilmente cuando entramos en contacto con lo que amamos de verdad. La dedicación a ello es, quizás, lo más feliz y estimulante en lo que podemos involucrarnos.
¿Por qué te propongo recordar esto?
Hay momentos en nuestra vida de profunda comprensión. De un modo u otro, somos llevados a ver con lucidez desde una perspectiva más amplia y nos sentimos descansando en el terreno de lo real. Del entusiasmo que despierta en nosotros el contacto con nuestra verdadera naturaleza surge el anhelo de llevar esa comprensión a más y más ámbitos de nuestra cotidianeidad. Más que nunca, empiezan a chirriarnos las disonancias entre nuestro limitado y habitual deambular por la superficie de la vida y esa profunda comprensión de lo que somos: unidad, amplitud, presencia, paz.
Sin embargo, la pequeña mente, tanto tiempo condicionada a enfocarse en los objetos de su mundo, parece tener el poder de captar nuestra atención, encerrándola de nuevo en los estrechos límites de lo conocido: ocupaciones, objetivos, pensamientos… que merman nuestro entusiasmo, agotándonos y olvidándonos, en medio de la inercia, de lo que amamos realmente. Ante esa recurrente y cansina ocupación de nuestro espacio interior, abarrotado de cosas que ya no son necesarias, nos planteamos soltarlas, dejarlas ir. Sin embargo, no es nada fácil, ¿verdad?
La razón es muy sencilla. El pequeño yo, que ha construido su identidad en base a todas esas ocupaciones y relaciones establecidas con los objetos de su mundo, no sabe ni puede renunciar a ellos, aunque se lo proponga con una aparente buena voluntad. Desde su estrecha perspectiva, interpreta el soltar cualquier cosa como una renuncia y ello le genera una sensación de vacío que no sabe cómo llenar. Ese camino, aunque lo hemos transitado muchas veces, está, con frecuencia, carente de alegría y nos agota.
Por eso comenzaba estas líneas hablando del enamoramiento. Sólo cuando estamos profundamente enamorados surge una natural dedicación que inunda nuestra vida de inspiración y nos guía, llevándonos a tomar decisiones espontáneas que nutren esa fusión con lo que amamos.
En nuestra vida interior, esos instantes de conexión, esos períodos de contacto con la consciencia viva que somos, la profunda intuición que nos atraviesa por momentos… nos enamoran profundamente
y de ahí fluye la energía para una dedicación espontánea que anhelamos realmente.
Pues bien, nutramos ese amor. Cultivemos la cercanía, la intimidad. Familiaricémonos con la quietud. Dediquemos tiempo, espacio, energía, a nutrir la inspiración que nos ha renovado. En un mundo que no conoce el valor de lo inefable, adentrémonos con audacia en el silencio. Frecuentemos el espacio del corazón, enamorémonos de nuestro respirar, lentifiquemos nuestros gestos, honremos y demos espacio a nuestra verdadera necesidad: recordar a nuestro ser. Prioricemos este contacto por encima de todos los tesoros de la tierra, degustando el regalo que cada momento nos ofrece. Habitemos el ahora, pleno de texturas y de aromas, sostenido por el aliento de la vida que podemos respirar. Dejémonos tocar, acariciar por todo lo que nos toca, atravesar por lo que nos duele, renovar por cada cada oleada de emoción que se levanta en nuestro océano volviendo a él una y otra vez… No despreciemos el inagotable reino del presente, perdidos en un tiempo que no existe.
Sólo el amor puede hacerlo. Cuanto más amor y dedicación nos ofrecemos, menos nutrición reciben toda esa constelación de objetos y situaciones que constituían nuestro mundo. El soltar sucede así de modo espontáneo, pues toda nuestra energía está alimentando lo que amamos de verdad. Lo que no es esencial, al no invertir en ello, queda naturalmente desactivado.
Dediquémonos, amigos, a nutrir lo real. Exploremos la consistencia en un mundo que se mueve según lo que va y viene. Seamos apasionados con lo que amamos y dejemos disolverse ese mundo de hábitos automáticos al que le ofrecimos nuestras preciosas energías que ahora, tras un viaje que parecía interminable, van alimentando nuestro regreso al Hogar.