¿Has vivido alguna vez un momento de profunda paz, acompañada por una sensación que podría enunciarse como: “esto es lo que buscaba y ya está aquí?”. Y, ¿te ha ocurrido quizás que, de pronto, de un modo totalmente inesperado ha aparecido alguien o ha sucedido algo y te has visto sumido una vez más en ese espacio tan familiar de desconsuelo o frustración en el que pensabas que nunca volverías a hallarte?
A mí, muchas veces.
Hoy puedo decir que, felizmente existen en nuestra vida esos seres tan próximos a nosotros que se ocupan de dar al traste con la esperanza de encontrar un estado que sea duradero en el mundo de la forma. Esa persona maravillosa y realizada que anhelamos ser se encuentra una y otra vez confrontada a la frustración de no conseguirlo en la presencia, con frecuencia, de sus “seres queridos”. Llamémosles padres, hijos, parejas, ex-parejas, amigos cercanos, vecinos, compañeros de trabajo… De ahí que los rehuyamos a veces para refugiarnos cuanto antes en nuestros idílicos paraísos.
Esos “prójimos” tienen un don: tocar directamente nuestras heridas más sensibles, esas que no querríamos nunca más sentir. En sus palabras, gestos o actuaciones proyectamos las partes más sombrías de nuestra psique y así nos parece que son ellos, desde ahí fuera, los que nos están hiriendo. ¡No! Simplemente les hemos adjudicado el papel de mostrarnos nuestras áreas más dolientes y, al verlas tan evidenciadas en sus expresiones, no podemos soportarlo y nos los tratamos de quitar de encima, ya sea apartándonos o atacándoles directamente. De un modo u otro, lo que intentamos es separarnos de algo que no queremos reconocer en nosotros.
La Vida, que nos ama profundamente, no entiende de separación, y cuando más íntimamente nos unimos a ella, todo lo que obstaculiza la unión se manifiesta para ser liberado. Así que, tras experimentar esos momentos de gran conexión, en los que creemos que “ya hemos llegado”, nos sorprendemos al ver surgir a la superficie emociones antiguas que se despiertan a menudo en presencia de esas personas o situaciones que nos son tan familiares.
La primera enseñanza que estas alternancias me traen es ésta: deshacer el hechizo de que estar iluminado o realizado supone dejar de sentir o experimentar oleadas de emoción, dejar de ser atravesados por patrones o impulsos incomprensibles para la pequeña mente. Podemos creer que un ser iluminado es un “alguien” que ha conseguido algo, una persona que se ha esforzado tanto que ha llegado a un estado beatífico en el que no se siente afectado por nada, al que las experiencias como el dolor, el miedo o la impotencia no pueden ni rozar.
Hoy comprendo que una persona no puede “iluminarse”. La misma idea de persona (un personaje separado de otros con un recorrido de auto perfeccionamiento y esfuerzo para mejorarse) contradice la posibilidad de experimentar la unidad que es, en esencia, lo que somos y lo que anhelamos reencontrar.
En nuestro ser esencial, somos como el océano, en el que las olas de la experiencia no dejan nunca de aparecer y en su fluir no hay nada indeseable. Son ellas las que nos devuelven a la amplitud oceánica de la vida si, por un momento, nos hemos olvidado de ella y nos hemos creído una ola capaz de conseguir ser “alguien” por su cuenta.
Sí, reconozcámoslo, nuestros momentos de éxtasis, paz, felicidad o llevan consigo una implícita sensación de haberlo logrado, de ser un individuo que lo ha conseguido, separado de otros que aún no…
Precisamente, vivirnos como el SER que somos, abierto y libre, supone permitir que todo se mueva en nosotros sin tomarnos personalmente nada de lo que se agita en nuestro espacio, sea pensamiento, sentimiento, emoción o las expresiones de los seres humanos que reflejan esos vaivenes de nuestra interioridad en sus expresiones.
Nada de lo que sentimos o pensamos nos define. Este miedo a ser definidos por lo que experimentamos es el que propicia que, una y otra vez, sigamos experimentándolo, hasta que por fin nos rindamos a la evidencia de que lo que somos no puede ser alterado por ninguna circunstancia, externa o interna, por muy dolorosa o impactante que sea.
Una y otra vez la Vida nos pone en situaciones en las que se nos invita a dejar de intentar mantener una identidad espiritual, realizada, que incluso cree que ya no se identifica con lo pasajero, que está por encima del bien y del mal…Por la simple razón de que ya somos eso en esencia. No tenemos que llegar a ningún lugar. Siempre estuvimos ahí. Y esto ha de ser vivido, integrado. Somos consciencia y nuestra única función es dedicar nuestra vida a recordarlo.
Mirar compasivamente nuestros locos intentos de conseguir algo de forma separada nos sitúa naturalmente en ese espacio que tanto anhelamos. Dejar de aferrarnos a nuestros logros creyéndonos personas más realizadas o avanzadas, nos devuelve a la unidad, en la que el personaje espiritual queda tan resquebrajado que, en nuestra vulnerable desnudez, sólo nos queda entregarnos a los amorosos brazos de la vida y descubrir que somos ella desde siempre.
No busquemos estados, amigos, es demasiado poco, es demasiado fugaz ser simplemente olas elevadas en la superficie. Vivámoslas y dejemos que ellas nos devuelvan amablemente a nuestra amplitud oceánica. Desde ella, los desesperados intentos del pequeño yo por mejorarse son contemplados con una inmensa ternura.
Al pequeño yo, afortunadamente, no hay quien lo arregle. No es necesario seguir invirtiendo esfuerzo en mejorar un manojo de hábitos condicionados: son el efecto de haber nutrido insistentemente una idea errónea: estamos separados. Sólo soltar nuestro apego a esa falsa identidad, contemplar en la luz de la consciencia sus insistentes intentos de ser especial, de llegar a algún sitio.
Desde esta contemplación, de modo natural, nuestras expresiones van armonizándose con lo que somos. Sin que esto signifique que, en cualquier momento, no vayan a surgir de la profundidad nuevas oleadas de condicionamiento que sólo busca ser iluminado. Permitámoslas, amémoslas, dejemos que ellas sigan disolviendo nuestras secretas esperanzas de perfección en en mundo de las formas separadas.
Démosles la bienvenida a todos esos acompañantes de nuestra aventura que tienen el don de despertar lo que no nos gusta. Gracias a ellos, comprenderemos que nunca seremos “personas perfectas” y agradeceremos que así sea. Gracias a ellos, podemos ahorrar mucho esfuerzo por conseguir lo imposible. Gracias a ellos, caeremos rendidos en brazos de la vida y podremos experimentar el descanso del profundo amor que nos acoge. Gracias a ellos, descubriremos que, en nuestra esencia, ya somos todo, y que eso que buscamos palpita en el fondo de nuestro hermoso corazón desde siempre.