Salir del paraíso es una experiencia cotidiana para todos nosotros. ¿Cómo he perdido la paz? Estaba tan inspirado y, sin saber por qué, ahora se ha esfumado el contacto con esa belleza que estaba experimentando…
Quien más, quien menos, se hace con frecuencia preguntas como esta. Y es que todos queremos sentir esa inspiración que nos visita a veces, estar en contacto con esa energía viva que nos eleva y nos propulsa, llenándonos de vitalidad, amor y lucidez. Es nuestro paraíso interior, que no depende de nada externo, de ninguna circunstancia. Precisamente por eso, nos perturba tanto no saber cómo recuperar esa conexión cuando la perdemos.
Pues bien, lo que yo voy aprendiendo en mi experiencia cotidiana es lo que hoy, muy brevemente, quisiera compartir contigo.
La inspiración, esa energía que nos propulsa hacia el infinito, brota de algo muy simple y, al mismo tiempo, muy poderoso: el contacto con nuestro Ser, o con la fuente de todo, o con Dios, si prefieres llamarlo así. Esta conexión, que siempre ha estado aquí, la perdemos de vista con facilidad. Parece esfumarse al vivir enfocados en el mundo de las cosas, buscándolas, evitándolas, tratando de cambiarlas para que nos complazcan y nos llenen el vacío generado por el olvido de nuestra unión indisoluble con el Ser.
Y no es que las cosas, las personas, las relaciones, los alimentos, las situaciones, tengan el poder de desconectarnos de nuestra fuente. No la tienen. Lo que nos hace sentir alienados es el considerar todos esos objetos, fenómenos o circunstancias, como algo separado de nuestro Ser, privados de su presencia. Y eso es imposible. Todo está permeado de su Vida. Todo es Él.
Cuando tomo una fruta en mis manos, por ejemplo, puedo considerarla como un objeto que me puede aportar determinados beneficios o ciertas sensaciones momentáneas de saciedad o de alivio. O puedo mirarla como una expresión viva de Dios, empapada de su vitalidad, hecha de su sustancia. Al morderla, comulgo con esa vida con la que me fusiono y la fruta (o cualquier otro alimento) pasa a ser un vehículo, un canal para conectarme con la fuente de la Vida. Por eso la deseo en realidad.
Cuando respiro, puedo inhalar automáticamente o incluso conscientemente, pensando en los beneficios de la respiración para calmar mi sistema nervioso… eso es perfecto, claro que sí. O puedo concebir el aire como el Aliento de la Vida que viene a visitarme, dejándome penetrar y nutrir por Él, haciéndome una con su esencia.
Cuando estoy ante un ser humano, puedo considerarlo como una persona que ya conozco, con sus particularidades y las características que mi mente le superpone en base a mi experiencia. Esto no es nada malo, es lo más habitual. Solo que es una perspectiva muy reducida, ya que me estoy saltando su conexión con la fuente que nos une. Ese ser humano está surgiendo de esa fuente, como un rayo de luz surge del sol. Yo también. Y este presente que compartimos es realmente nuevo. Me abro al misterio que está desplegándose ante mí y bebo en abundancia de esa energía siempre nueva que me puede sorprender. El cuerpo, la mente de esta persona, son solo disfraces momentáneos de esa energía. Mi cuerpo y mi mente también. El mismo ser humano ha pasado a convertirse en un canal a través del cual conecto con mi origen y me reconozco uno con él.
Y es de esta mirada (la segunda posibilidad de las dos que voy mencionando), de la que surge la inspiración verdadera. Es de aquí de donde brota el verdadero disfrute de las cosas, de las relaciones íntimas, la riqueza de todas las situaciones. Y también desde ahí se da naturalmente la aceptación de las mismas, aunque no me gusten o me incomoden.
La inspiración surge de escuchar el anhelo de nuestra alma que siempre está pidiendo volver al Hogar, embriagarse del néctar, vivir enamorados de la vida, reconocer en todo la presencia del espíritu. Y no un ratito, no durante un momento de meditación o de contemplación, sino siempre. Es nuestro derecho de nacimiento, vivir desde la profunda conexión con lo que somos.
Estamos cansados de sufrir en este exilio. Nos agota percibir un mundo separado de la luz que es nuestro origen, un mundo mortecino, denso, deshabitado, en torno al que giramos improductivamente tratando de extraerle unas migajas, que se agotan en seguida dejándonos más vacíos y ansiosos que antes.
El mundo que conocemos no está separado de Dios, todo es su expresión o, si lo prefieres, su disfraz. Estamos aquí, no para rechazarlo y fugarnos a supuestos paraísos futuros, sino para amarlo tanto que descubramos su tesoro escondido: la luz siempre presente, en cada detalle de la existencia, el paraíso siempre disponible.
¿Te parece difícil? En realidad, es lo más simple. Sólo requiere conectar con ese deseo genuino de contacto con nuestro Ser. Amarlo tanto, que dediquemos tiempo y espacio a la quietud, al silencio, a la contemplación. Desde ahí, ya no nos conformemos con un poquito, sino que queramos vivir siempre degustando ese contacto, inmersos en su inspiración las 24 horas del día. ¡El banquete está servido!
Si deseas ahondar en este tema, no dejes de leer el libro “La abundancia está servida” (Editorial Sirio)
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