TODO ES SAGRADO

Creo que una de las experiencias más dolorosas y, a la vez, más dinamizadoras de mi vida ha sido el desgarro generado por la discontinuidad que sentía entre unas situaciones y otras. ¿Qué quiero decir? Enamorada de esos momentos de profunda conexión con el ser, saturada de la paz que supone descansar en la presencia, la vuelta a lo que llamamos mundo externo la vivía a menudo como una abrupta pérdida de inspiración y de energía. Ello me llevaba a percibir a ese mundo como un “enemigo” de mi paz.

Empezar el día sumergida en esos espacios meditativos de profunda nutrición me movía a querer extenderlos a todas mis experiencias, en contacto con todas las personas, en todas las situaciones. Ese impulso incontenible me propulsaba a salir al mundo deseando vivenciar esa consciencia expandida momento a momento. Te ha sucedido seguramente, ¿verdad? De una u otra manera todos anhelamos esa conexión con la vida profunda que nos expande y, sobre todo, que nos mantiene en la consciencia de unidad. Anhelamos no sentirnos como pequeños entes aislados y perdidos en un universo que parece ignorarnos. Cuando se ha degustado la posibilidad de sentir la unidad con el todo y su potente vitalidad, reducirnos a la pequeñez de experiencias en las que nos olvidamos de esa amplitud, nos duele enormemente, mucho más aún que cuando nuestra vida se movía linealmente por el mundo de la superficie, desconectada de la belleza de lo profundo.

Salimos entonces al encuentro de ese mundo con el anhelo de mantener la consciencia, la inspiración y, de un modo u otro, nos encontramos con situaciones, personas, pensamientos o emociones que parecen “sacarnos” de esa conexión. Y la mente separada los culpa a ellos: “Me quitan energía” o nos culpa a nosotros: “No lo consigo aún”, “No estoy suficientemente preparada”… Estas interpretaciones generan aún más desaliento, ya que nos separan aún más de la consciencia del corazón.

En realidad, no hay culpables ni insuficiencia, según he ido comprendiendo. En primer lugar, he tenido que darme cuenta de que la continuidad está siempre ahí, es la base de la existencia. No es algo que yo tenga que lograr con mis actos. A la mente separada le encanta sentirse la hacedora y controladora de la vida e intenta, a través de su hacer, materializar un mundo perfecto en el que todo irá sobre ruedas, sintiéndose por fin, en paz. Se enfoca en las consecuciones formales y se juzga en base a sus supuestos logros o sus temidos fracasos si su película no funciona.

La continuidad es. No es algo a conseguir, sino simplemente a reconocer, como sucede fácilmente en los momentos de silencio e interioridad en los que la atención fácilmente se desliga del llamado mundo externo de los objetos, y vuelve a la conciencia, el espacio del corazón en el que nos sentimos realmente en el Hogar. Siendo lo que somos, sin más, sentimos apertura, intimidad y expansión al mismo tiempo.

Esa consciencia está siempre ahí, es el océano infinito del ser que sostiene todas las olas y corrientes que suceden en la superficie. Lo que sucede es que, desde el sistema de pensamiento que hemos admitido, la continuidad no puede experimentarse, ya que se maneja con objetos separados unos de otros y escindidos también de su origen, del océano de la vida. Su actividad es discontinua por definición.

Desde la perspectiva de lo profundo, esto no es así. Todo sucede en el océano y comparte su esencia. Todas las olas de experiencia comparten la misma sustancia, el agua, que es su verdadera constitución. Ahí no hay fisuras ni saltos, sino expresiones momentáneas de una misma esencia.

Para mí ha sido absolutamente liberador comprender esto: no hay nada separado del ser. Cada experiencia, sea cual sea su apariencia, está empapada de su vida; cada forma, por muy distorsionada que nos parezca, está permeada y sostenida por su sustancia. De este modo, toda vivencia me está ofreciendo una posibilidad extraordinaria, unirme al ser, mantener la continuidad que tanto he anhelado.

Cuando salimos al mundo llenos de inspiración y nos sentimos confrontados a la dureza de ciertas experiencias que parecen arrebatarnos la paz, necesitamos comprender algo que para mí ha resultado también muy liberador: justamente nuestro anhelo de expansión es lo que invoca esas experiencias y las invita a presentarse. No para fastidiarnos, no, sino precisamente para ofrecernos la posibilidad de mirarlas como lo que son: expresiones de la misma vida con la que conectábamos en el silencio queriendo ser vividas.

En lugar de separarnos mentalmente de ellas, considerándolas como obstáculos o enemigos, nos ofrecen la maravillosa oportunidad de concebirlas como la respuesta a nuestra intención. Son olas de experiencia, saturadas de la misma vida que nos enamoró en la meditación: ahora toman formas curiosas: agobio, impotencia, cansancio, enfado o malestar… Adoptan gestos extraños en los rostros de nuestros compañeros de trabajo o se presentan como sonidos de tráfico o de griterío en una discusión. Pueden tomar la apariencia de dolor en el cuerpo o de un momento de depresión. Su propuesta es muy simple: Víveme, por favor. ¿Me aceptas? ¿Me admites en tu corazón? ¡No te separes de mí por favor! Si amas la continuidad, aquí me tienes, fúndete conmigo. Encuentra aquí a ese dios que creíste se albergaba sólo en los templos de la meditación. Entra profundamente en esta experiencia y date cuenta de que está sostenida y alentada por la misma consciencia que experimentaste en la paz de tu introspección. Sólo hay consciencia viva, sólo hay dios. Sin su presencia, ninguna experiencia sería posible Experimenta, vive, no te separes de nada juzgando su apariencia. No reduzcas la espiritualidad a ciertos estados de arrobamiento o bienestar que parecen sacarte de la aparente monotonía de la cotidianeidad.

Todo aspecto de lo cotidiano es sagrado, ese dios mismo invitándote al verdadero amor, a unirte sin pensarlo en su abrazo, a inundar cada detalle con la luz de tu corazón, que es el suyo, a llenarlo todo de su aliento, a rendirte a la verdad. No hay enemigos, no hay culpables, sólo hay vida esperando ser reconocida en la consciencia radiante de tu ser interior. Es así como la continuidad se va reconociendo, momento a momento, experiencia tras experiencia: todo es dios.

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