Hemos pasado largos años de nuestra vida usando el cuerpo como un refugio, condicionándolo para protegernos de un mundo supuestamente amenazador. Desde esta limitada perspectiva del yo separado con la que nos confundimos y, siguiendo nuestras órdenes, el cuerpo ha ido contrayéndose, tensándose, acostumbrándose a vivir en estado de alerta y de estrés.
Hemos fabricado una forma de vivir basada en hábitos repetitivos de evitación, de huída, de represión de todo lo que no nos atrevemos a mirar abiertamente y que, por tanto, no podemos comprender y amar. Cerrados a las corrientes vivas de la existencia, negándonos su sentir, nos separamos de la vitalidad natural que siempre está aquí. Sin darnos cuenta, nos olvidamos de respirar y el aliento de la vida deja de recorrernos libremente al verse obstruido por tanta contracción.
No podía ser de otra manera… Y, sin embargo, después de tanto sufrimiento, vamos despertando a la realidad viva de este instante. Y comprendemos que no hay nada aquí que nos amenace, que todo es vida desenvolviéndose en formas impredecibles a través de las cuales, si las aceptamos, podemos descubrir nuestra verdadera naturaleza, libre y unida a la totalidad.
Somos consciencia abierta, pura luz que sólo quiere abrazarlo todo y extenderse. Y esta comprensión nos inspira y nos alienta y queremos vivenciarla en todas nuestras experiencias, no limitada a ciertos momentos de reflexión o intuición que nos expanden. Queremos encarnar la libertad que somos.
¿Y qué sucede? Que la experiencia corporal desde la que percibimos la existencia está tan condicionada por los viejos patrones de separación y cerrazón que no contribuye a ese anhelo de libertad y de expansión que late en nuestro corazón.
La prisa de nuestros movimientos y gestos, la respiración entrecortada, la contracción del pecho o del plexo solar, nuestra misma postura corporal… parecen contradecir, más que alentar, nuestra nueva perspectiva. Evidentemente, poco a poco todo se va relajando ante el poder de la verdad que empieza a impregnarnos. Sin embargo, la intensidad que se despierta hace surgir en mí (quizás también en ti) un anhelo profundo de que todas mis células reflejen y encarnen esa apertura y el amor que ya me guían en mis adentros.
Por otra parte, desde el sistema de pensamiento de la separación, hemos desarrollado una infinidad de hábitos en nuestra cotidianeidad que responden a necesidades que quizás ya han desaparecido. Por ejemplo, el hábito de tomar cosas constantemente (comer, beber, fumar…) como reacción compulsiva ante ese vacío que no sabíamos cómo manejar. Nos habituamos a taponar nuestra emocionalidad con comida, por ejemplo, pretendiendo que sentíamos hambre real al menos tres veces al día y que esa supuesta hambre sólo pedía ser erradicada lo antes posible incorporando alimentos. Sin cuestionarlas, seguimos cultivando costumbres que se automatizaron y que ya no tienen sentido, pero que bloquean nuestro sistema cerrándolo a las corrientes vivas de energía que nos atraviesan.
Jamás se nos ocurrió explorar qué es eso del hambre, ni de distinguir si se trata de una necesidad real o de una momentánea necesidad de tapar un hueco emocional. A nuestra pequeña mente condicionada por la superviviencia sólo se le ocurre una salida: evitar lo que le resulta incómodo o inquietante, dejar de sentirlo lo antes posible. Igual sucede con el frío, el dolor, el sueño o con cualquier emoción que le resulta incómoda por no haberse atrevido nunca a explorarla con curiosidad y cariño.
¿Qué hay de malo en sentir un poco de hambre? ¿Es realmente eso lo que estoy sintiendo? ¿Qué pasa si, en vez de tomarme algo inmediatamente para no sentir cualquier sensación de malestar me abro a sentirlo como lo que es, una oleada de vida que quiere ser aceptada y conocida?
¿Qué hay de insoportable en sentir un poco de frío? ¿Puedo permitirme sentir esas sensaciones respirando profundamente y dejando que se active mi energía abriendo mi cuerpo, en lugar de buscar en seguida cómo protegerme?
¿Qué hay de inadecuado en experimentar cualquier sensación de vulnerabilidad, dolor, temor o rabia? ¿Nos atreveríamos a permitir que esas oleadas de vida inocente nos atraviesen ofreciéndoles la consistencia de nuestra respiración, nuestra amorosa presencia?
Cuando dejamos que las sensaciones que antes nos precipitábamos a erradicar se desplieguen, salimos evidentemente de un territorio conocido y predecible, pero nos abrimos a una vida inmensa, cargada de posibilidades grandiosas que están por investigar. Y ello nos vitaliza y abre nuestra perspectiva y nuestras alas.
Descubrimos el poder de la existencia que respira en nosotros, empujándonos con su aliento más allá de lo conocido, llenándonos de esa plenitud que es nuestra naturaleza y que no soporta ser eclipsada ni disminuida porque nos hayamos identificado con un pequeño recipiente llamado cuerpo al que le hemos dado el papel de limitarnos en vez de servir de instrumento a la libertad y la alegría que somos. No, no basta con que esa apertura suceda en nuestra mente. Ha de abarcar todos los rincones de nuestra experiencia. Queremos encarnar, también en nuestra experiencia física nuestra más profunda comprensión y ello nos llena de felicidad porque somos hijos del Todo y lo queremos Todo.