Hace unos días, hablaba con mi hijo sobre lo decepcionante que resulta invertir tantas energías en lo que el mundo considera valioso. Debatirnos para encontrar en sus formas pasajeras un sentido o propósito es una tarea que nos trae siempre a la honestidad del corazón. Se nos revela una y otra vez la inutilidad de buscar la realización en un futuro mientras nos escapamos de lo que ahora estamos viviendo.
Al final de la conversación me dijo: “Sólo queda la devoción a este instante”. Me caló muy hondo, precisamente porque tocó la íntima comprensión que la vida me revela con tanta intensidad a cada paso.
Hemos sido devotos de tantos ídolos que, con sus destellos, nos atraían hipnóticamente hacia otro tiempo, hacia otro espacio inexistente… Hasta que, agotados de tanto esfuerzo aceptamos detenernos y contemplar con una mirada inocente la inmediatez en la que vivimos inmersos: estos familiares objetos, los sonidos que nos rodean, el espacio que nos envuelve, la luz que ilumina nuestros cuerpos, este bostezo, la sensación de los dedos sobre el teclado, la espiración sucediendo, una voz que pronuncia nuestro nombre y el sonido que sale de la boca respondiendo, el frío en los pies, los pensamientos sobre el transcurso del día, un cierto agobio en el estómago, el rumor de las hojas cayendo… Y entonces quizás nos decidamos a asistir asombrados a este despliegue incesante de experiencia que no conoce fuera ni dentro.
Se nos ofrece descubrir el descanso de saber que nada puede ser diferente de como está siendo, que todo es el movimiento de la consciencia expresándose exactamente como lo hace en este momento. Incluso mi deseo de cambiar algo, es suyo también, guiándome a ejecutar el siguiente gesto de la escena que sigue sucediendo. No tengo que hacer nada salvo ofrecerme. Y ofrecer a todo lo que aparece mi devoción, mi dedicación atenta.
Nunca entendí bien la devoción a un objeto o imagen externo, ni siquiera a una idea o a un maestro al que se me invitaba a entregarme. Nada que no esté vivo para mí en este momento puede inspirarme esa íntima entrega que anhelo. Nada salvo este instante, tremendamente real y verdadero, el único en el que existo, tiene para mí ese poder. Todas sus formas, portadoras de la vida, son los objetos devocionales ante los que me inclino internamente, pues contienen en su esencia al dios que amo.
Todos sus sonidos son la música sagrada que se me ofrece para encontrar el silencio. Todos mis gestos son los rituales, genuinos y espontáneos, que se desenvuelven en la aventura de desvelar la consciencia escondida bajo toda apariencia.
Moviéndome así, en este hermoso templo que es el instante presente, me sé parte de una sagrada representación que me guía a tomar aparentes decisiones. Todo es una dulce invitación a descubrir esta hermosa libertad que me permite incluso resistirme y dudar de lo que es, explorar “mis soluciones”, embarcarme en mis conceptos, para finalmente rendirme en brazos de esta inmensa madre que me lleva en su seno y descansar mientras prosigue la aventura, siempre nueva, que me ofrece este momento. Todo está sucediendo y mi libertad consiste en elegir si voy con ello, si acepto lo que ya es, en ser ello.
Me declaro así devota, sí, devota de este momento, el único en el que la vida existe, el único que tengo. Mi hogar, mi templo, el amplio espacio que soy surgiendo de mis adentros.