Cada vez que escucho hablar de niños maltratados, de abuso infantil, de redes dedicadas a la compra o venta de niños… mi corazón se encoge de dolor. Aparece ante mí la mirada inocente de tantas criaturas que, confusas y asustadas, experimentan en sus vidas la inconsciencia de mentes enfermas, aquejadas de la más grave enfermedad: la separación de la vida.
En un principio, aparece la impotencia, la rabia y la incapacidad de comprender cómo es posible que tal atrocidad pueda darse en el mundo humano. Sin embargo, como siempre que algo me toca y me subleva, la Vida me invita a mirar más profundo, a ahondar en mis adentros.
Y cuando acepto, la comprensión llega. Y llega de la mano de la bendita RESPONSABILIDAD.
Nada de lo que sucede en mi mundo me es ajeno. Todo tiene que ver conmigo, pues no somos seres separados. La salida más fácil y recurrente es proyectarlo fuera, criticarlo duramente, juzgar a esos seres como depravados, culpándolos y atacándolos como la causa de tanto sufrimiento.
¿Os habéis dado cuenta, si también os sucede, de que mientras hacemos eso, nosotros quedamos indemnes, como los santos justicieros que decretan castigo contra el mal, que sigue estando siempre ahí fuera? Y los niños, esas pobres víctimas del maltrato, también se quedan ahí fuera… Nos los quitamos de en medio de un plumazo y eso, aunque parezca que estamos muy indignados y dolidos, es un gran alivio para nuestra mente separada, que no conoce la unidad ni la responsabilidad. Quitándose de en medio, y dedicándose a condenar, pretende solucionarlo todo.
Hoy quisiera ir un poco más allá, o más bien, venir más acá, acercar ese paisaje a nuestro corazón y mirar con honestidad aquí, donde normalmente no miramos. Y, por favor… ¡atención! Nada de lo que comparto en estas líneas tiene que ver con que no sea partidaria de que se tomen medidas, incluso contundentes, para detener ese abuso. Al contrario, admiro y apoyo a todos los que se implican activamente en ello, y en mí surge también el deseo de poder colaborar con cualquier iniciativa que pueda contribuir de algún modo.
Sin embargo, también sé que hay una manera más potente y real, la que tiene que ver con las causas. Lo que quiero es dejar de creer que lo que pasa en eso que llamamos “mundo externo” está desvinculado de nuestro mundo interior y del modo en que nos relacionamos con nosotros mismos. Deseo dejar de creer en ese supuesto victimismo, tan cómodo y fácil para la mente egoica, que parece poder resolverlo todo con medidas externas, enfocándose tan solo en castigar a los atacadores y salvar a los atacados, en este caso los niños.
Sabemos de sobra que todo lo que parece suceder ahí fuera no es sino un efecto, un reflejo de lo que acontece en las áreas más escondidas de nuestra interioridad. ¿Qué son entonces esos maltratadores? ¿Quiénes son esos niños maltratados, en nuestro fuero interno?
Mirémonos, simplemente, con honestidad. Al hacerlo, si somos sinceros, quizás descubramos todo un paisaje de vulnerabilidad que es, con frecuencia, ignorado, juzgado y forzado a obedecer a una mente tirana, ocupada simplemente de su supervivencia, de su imagen, de sentirse poderosa y de colmar todos sus huecos con posesiones, relaciones, logros… que le impidan tomar consciencia de su inconsistencia.
Esa mente temerosa, estresada, angustiada, incapaz de mirarse, trata de mantenerse vigente de forma desesperada a través de todo tipo de actividades y evasiones que la distraigan de sí misma. Y así, no puede reparar en cómo esa frenética hiperactividad, sobre todo mental, impacta en sus emociones, en su cuerpo, en su sentir, del que se ha separado totalmente. Hay un olvido, una constante falta de respeto y de atención a nuestras necesidades, sentimientos, deseos, anhelos… Hay un desprecio sostenido de nuestra vulnerabilidad, de nuestra inocencia, de nuestra alma. Los niños de nuestro interior, si así los queremos llamar, quedan olvidados y obligados a vivir bajo un ritmo y unas exigencias que no tienen nada que ver con sus anhelos de ser felices, de disfrutar de cada paso, de amar, de expresar su creatividad, sus sentimientos… Todo ello es ignorado, violado y puesto al servicio de una mente buscadora de algo que nunca encuentra y que usa todo en su propio afán de engrandecimiento.
Las heridas y el desgaste que esa carrera desenfrenada genera, son el maltrato que vemos reflejado en formas tan extremas en el mundo externo, cuando miramos a los “abusadores” y los señalamos apuntando con nuestro dedo castigador que no ha aprendido a señalar hacia su propio espacio interior. Por supuesto que eso que vemos expresa grados superlativos de desconexión con la vida, pero se trata de la misma desconexión y, precisamente por ello, todos tenemos el acceso directo a nuestro alcance, si nos atrevemos a mirar y a asumir cómo se da en nosotros.
Por muy chocante que esto pueda parecer en un principio, si lo miramos bien, podremos fácilmente aceptar que, si cada uno de nosotros aprendiera a habitar su mundo interno y a vivir en contacto con él, aceptando y amando el sentir, empatizando con los impulsos del corazón, siguiendo amablemente los ritmos orgánicos de la Vida… en nuestro mundo externo no habría cabida para eso que llamamos maltrato infantil, ya que cada uno de nosotros estaría amando y escuchando a su ser, viviendo en contacto y respeto con su inocencia natural. Tampoco se daría eso que llamamos “violencia de género”, que es otra versión de lo mismo.
Si la conexión, la escucha y el amor reinan en mí, de modo natural surge el respeto por la vulnerabilidad de los que me rodean, que no me es ajena, pues está unida a la mía.
En fin, mis palabras esta vez se mueven por derroteros muy concretos y son una llamada a encarnar en nuestro día a día, en cada momento, eso que a veces parece tan abstracto o espiritual: mirar hacia adentro, asumir la responsabilidad, comprometernos con ella y asumir así la libertad que es nuestra esencia.
Todo lo que sucede ante nosotros es, si así lo aceptamos, una puerta hacia la Verdad que nos hace libres. Si realmente nos decidimos a escuchar y a liberar a toda nuestra inocencia olvidada, maltratada, en lugar de ponerla al servicio de una mente enferma, estaremos participando activamente de la transformación que queremos ver reflejada ahí afuera.
“Sé tú el cambio que quieres ver en el mundo”, decía Gandhi. Sé tú, momento a momento, el liberador de tantas criaturas en ti que siguen estando oprimidas, presionadas, forzadas a seguir unos intereses que les son ajenos. Escúchalas, ve más despacio, sé amoroso con ellas, abraza su sentir, su malestar, su contracción; escucha sus anhelos de reír, de descansar, de bailar, de jugar, de crear… Para eso han nacido los hijos de la Vida.