Soy testigo habitual del sufrimiento que puede generar la identificación con papeles familiares en nuestra cotidianeidad. En nombre de conceptos como “tú eres mi pareja”, “es mi hija”, “son mis padres”… nos relacionamos con estos seres humanos tan cercanos de modos muy limitados y circunscritos a un condicionamiento aprendido. Estos vínculos, que muchas veces nos gratifican y nos consuelan, parecen determinar también otras actitudes y expectativas que reducen nuestra apertura y constriñen nuestro corazón.
Para empezar, está el “mi” que anteponemos: “mi hermano”, “mi madre”… que ya de por sí, genera una sensación de apego por el sentido de posesión que entraña.
Después está el parentesco: ser pareja o hijo de alguien presupone tales o cuales prioridades y comportamientos, que son asumidos como acuerdos tácitos para relacionarnos con esos seres humanos. Ello reduce nuestros encuentros a un rango muy determinado de pensamientos, sentimientos y actitudes. Y aunque es verdad que albergamos sentimientos genuinos y entrañables por ellos, con frecuencia se ven contaminados por un arsenal de presupuestos y obligaciones que les hemos superpuesto.
Además, cuento con una historia conocida sobre ti y sobre mí que me predispone a encontrarme contigo desde lo conocido. Nuestra relación es terreno seguro: ya que creo saber todo de ti y tú de mí, podemos relajarnos. Como uno de los presupuestos que nos vinculan es tu permanencia en mi vida por ser familia, podemos perder la atención al presente y reaccionar desde registros más básicos o automáticos.
Si, en cualquier momento no me atiendes como cabe esperar de tu papel familiar, puedo sentirme molesta, dañada o creerme incluso traicionada por no conseguir de ti lo que creo necesitar. Estas expectativas están incluidas subliminalmente en el paquete del lazo que nos vincula. Nos regimos por ellas, moviéndonos dentro de lo que parecen asegurarnos: permanencia, atención, cuidados, valoración, dedicación…
En nombre de estos vínculos, forzamos a veces nuestra vida hasta lo inimaginable, para cumplir con los diferentes requisitos que parecen demandar. Tratamos de ser “buenos hijos”, “buenos padres”, “buenas parejas”… esforzándonos y sacrificándonos en modos que no surgen naturalmente de nuestro ser, sino obedeciendo más bien a un condicionamiento que guía ciegamente nuestro vivir. ¡Cuánta energía invertida para quedarnos tranquilos por haber cumplido, por fin, con lo que se espera de nosotros!
Esto es igualmente extrapolable a las relaciones de amistad que, con frecuencia, pasan a ser una extensión “mejorada” o sustitutoria de la familia de origen o de la pareja. En los amigos podemos encontrar los cómplices con quienes desahogarnos y liberarnos de todo lo que nos pesa en nuestras otras relaciones. Esperamos mucho de ellos y nuestro lazo de amistad parece asegurar que “estarán ahí” cuando los necesitemos: a eso le llamamos fidelidad. Tal carga sobre las espaldas de esos amigos supone tener que invertir bastante en garantizarnos su permanencia: a eso le llamamos a veces “cultivar la amistad”. Intentamos dedicarles tiempo, espacio, esfuerzo… desatendiendo con frecuencia nuestras verdaderas prioridades. Creemos en la importancia de mantener estos vínculos de apoyo: si la familia o la pareja fallan, los amigos, al menos, siempre están ahí.
Ya se trate de vínculos familiares o de amistad, desde la perspectiva disminuida y necesitada del yo separado los principios son siempre los mismos: la carencia, las expectativas, el sacrificio y la consecuente decepción. A los lazos naturales de amor que la vida ofrece, la mente separada superpone una carga de condicionamiento que los complica muchísimo, manteniéndonos en un estado de temor y de contracción que nada tiene que ver con el amor.
La base de todo: el olvido de nuestra preciosa vida. Al no reconocerla como la fuente de la verdadera felicidad, nos hemos sentido carentes y hemos perdido el contacto íntimo con ella, con su plenitud, buscando ésta en relaciones costosas con el mundo externo.
Imagínate por un momento que podemos dejar de lado toda esta parafernalia de conceptos aprendidos sobre lazos familiares o de amistad. No quiero decir que nos separemos de nuestros seres queridos o que los rechacemos, en absouto. Me refiero a soltar conscientemente las ideas aprendidas de parentesco o de amistad en nuestros encuentros.
Te estoy proponiendo, sencillamente, algo tan simple como encontrarnos con esos seres humanos en el instante presente, el único que existe, por cierto. Y acercarnos a descubrir, sin referencias, qué es realmente un encuentro libre de pasado y de futuro, libre de expectativas, de presupuestos. A eso le llamo un encuentro de amor.
¿Te parece difícil? Para nuestra mente condicionada, reducida a tan estrechos límites, lo es. Le parece imposible funcionar sin historias ni papeles aprendidos. Recordemos que es la mente de un personaje y necesita una trama. No es de ella, sin embargo, de donde surge la inspiración para encontrarnos en el espacio de inocencia que es el presente.
Esta intención brota del corazón, de la consciencia expandida que somos. Por eso nos resuena. Si la seguimos, ella nos guía momento a momento, permitiéndonos observar y abrazar tanto sufrimiento autoimpuesto por conceptos restrictivos.
Y quizás, en cualquier momento, nos veamos soltando el miedo a ser quien somos y abriéndonos de corazón junto a otro ser humano. Y quizás, en cualquier momento, nos sorprendamos mirando a los ojos de nuestra pareja o de nuestro padre sin referencias, dejando de lado toda nuestra historia y asomándonos a través de esa mirada al corazón del universo, en el que somos un solo ser.