Pasé muchos años escondiendo mi inspiración, sintiéndome culpable cuando, experimentando estados de expansión o felicidad, me encontraba rodeada de seres humanos que sufrían. Algo en mí parecía convencerme de que no tenía derecho a sentirme así si otros se encontraban hundidos en sus malestares y dolencias. Ello me generaba una enorme inseguridad, pues me aventuraba en un terreno desconocido que no sabía asumir. Me daba miedo sentirme en un estado tan diferente al de los demás.
El sufrimiento y la insatisfacción son la tónica normal en nuestro mundo y todo lo que no sintoniza con ellos, parece extraño y difícil de aceptar.
Así que, con todo el dolor de mi corazón, replegaba las velas y me dedicaba a intentar que “ellos” salieran de sus espacios sombríos, desviviéndome para alegrarlos. Provisionalmente, claro, se alegraban, y parecían apreciar mi apoyo. Y yo, con ello, ya me sentía aliviada. Sentirme “útil” me daba una cierta entidad, mucho más valiosa para mí en aquella época que el posible desarraigo y soledad al que me hubieran conducido el nutrir esa felicidad profunda, esa inspiración que me llenaba por momentos y abría mis alas. Así lo debí creer en mi fuero interno, pues fuí siguiendo ese camino.
Sin embargo, la calma conseguida a costa de este sacrificio consentido, no era en absoluto permanente, ni en los que habían sido así asistidos ni en mí, que me había distanciado de mi fuente auténtica de felicidad, sustituyéndola por unas migajas de seguridad.
En seguida volvía a percibir sus quejas, sus dolores, sus desánimos llamando poderosamente mi atención y buscando alivio. Tanto “ellos” como “yo” nos acostumbramos a esta dinámica. Tanto ellos como yo nos habíamos olvidado de lo esencial, de la única cosa importante: amar nuestra propia vida y vivir alineados con ella momento a momento.
Mi dedicación a “sus problemas” me separaba constantemente de ese estado de libertad e inspiración que, de vez en cuando, me seguía visitando para recordarme mi camino. Sin embargo, seguía ahí, enganchada, bajo la excusa de ser buena y útil. No podía darme cuenta de que no lo estaba siendo en absoluto. Todo lo contrario, mi separación de mi misma para atenderlos no les permitía asumir la suya, de la que ya me estaba encargando yo con mi asistencialismo.
Por otra parte, considerarlos necesitados de mí no podía por menos que contribuir a mantenerlos en un nivel de consciencia disminuido, que no les permitía acceder a sus verdaderos recursos, a conectar con su esencia. A esa conexión se llega, precisamente, cuando no tratamos de mitigar el sufrimiento, sino que lo abordamos, aprendiendo a asumirlo. Pero mis desvelos, que se hicieron constantes, no eran de mucha ayuda para que ello pudiera ocurrir.
En el fondo, aunque lamentaba vivir así, renunciando constantemente a mi expansión y a mi libertad, era lo que estaba eligiendo y deseando inconscientemente, pues esa dinámica me permitía mantenerme en una zona que, aunque era muy incómoda, se me antojaba segura, proporcionándome a cambio la gratificación de ser una buena persona que se ocupa de los demás.
El resentimiento que tal auto negación genera es tremendo. Desechando una y otra vez el contacto con nuestra impotencia, frustración y cansancio, vivimos abandonando nuestra vida de modo automático. Felizmente, un día vemos con claridad y despertamos del engaño que nos mantiene en la tibieza y en la debilidad.
No hemos nacido para esconder nuestra luz, sino para dejarla brillar. Y esta es la mejor “ayuda” que podemos ofrecer a nuestro mundo, nuestra felicidad. ¿Te has dado cuanta cómo lo hacen los niños?
Su sóla presencia, totalmente despreocupada de cómo se sentirán los otros, genera una frecuencia de alegría y entusiasmo a su alrededor.
Necesitamos “amar sobre todas las cosas” al dios que vive en nosotros, el ser que quiere expresarse y expandirse a través de nuestros dones y capacidades. La felicidad que experimentamos desde esa conexión es nuestro mejor regalo para el mundo. Ella estimula en los demás su propia luz, animándolos a alinearse con ella. Eso es amarlos de verdad, pues al dejarlos libres, el mensaje subliminar que ofrecemos es: “Creo en tus posibilidades, tan reales como las mías. Creo en tu unidad con la vida, que se expresa a través de ti y te sostiene, igual que a mí.” De otro modo, los estamos utilizando para justificar nuestro temor a abrirnos y a brillar.
Considerar a otros necesitados o disminuidos es una disfuncionalidad de nuestra mente pequeña que nos reduce y les disminuye dolorosamente, evitando la expresión de la vida auténtica en todos nosotros.
Dejemos ya de ocultarnos, salgamos de los rincones oscurecidos que hemos transitado tanto tiempo, privándonos y privando al mundo del verdadero regalo: el reconocimiento de nuestra divinidad. Seamos eso, un regalo, que se desborda desde nuestro corazón, dejando aflorar la luz que quiere expresarse bajo estas formas concretas que constituyen nuestra expresión humana, única y amada por la vida.