Una y otra vez soy testigo del profundo dolor que supone para el ser humano la búsqueda de reconocimiento externo y el desgarro que generan los pensamientos comparativos de la mente asociados a esta búsqueda, esos que tan fácilmente asumimos como ciertos. Una sensación de vacío y un oscuro resentimiento acompañan la creencia de que la vida es injusta dándole quizás a otros la atención, amor y consideración que a nosotros parecen faltarnos. Puede surgir un sentimiento de envidia o de disminución -que tratamos de disimular- al observar cómo otros seres humanos que quizás se han esforzado menos y no se han sacrificado tanto, reciben la gratificación o el apoyo de un mundo que a nosotros parece negárnoslos.
Desde pequeños interpretamos que el no recibir el amor y la aceptación que anhelamos se debe a nuestra inherente indignidad, incapacidad o insuficiencia congénita (el lastimoso lastre de la culpa). Nos habituamos a considerar que la experiencias de otros son “mejores” que las nuestras sin preguntarnos si esa consideración es realmente cierta o quizás está teñida de nuestra propia desvalorización.
Nos lanzamos desde edades muy tempranas a una búsqueda de aceptación o reconocimiento que nos permita escapar de esa sensación profunda e inexplicable de inmerecimiento. Imaginamos que, si conseguimos superarnos con esfuerzo, nos haremos por fin dignos y merecedores de ese amor del que otros parecen gozar más que nosotros. Y nos convertimos en buscadores empedernidos, en hacedores de logros que nos vayan acercando a ese estado de gloria en el que por fin, nos sentiremos tan especiales como los seres que admiramos.
Al considerarnos disminuidos con relación a otros, nuestras experiencias son vividas e interpretadas desde esa perspectiva deformada que las utiliza para nutrir su frágil identidad. Comparaciones, críticas, exigencias… son algunos de los modos mentales con los que el pequeño yo se revisa a sí mismo en su constante supervisión del papel con el que se identifica. Esta falsa identidad va así consolidándose en cada momento al interpretar las experiencias desde este limitado punto de vista. La carencia es su base y tiñe todo lo que percibe de su necesidad de superar su malestar.
Llega un momento, sin embargo, en el que el sufrimiento es tan intenso que la vida nos hace detenernos y aceptar nuestro sentir alienado, nuestro profundo dolor al habernos confundido con esa entidad disminuida que imaginamos ser. El sueño toca a su fin.
Aceptamos asumir y reconocer el dolor, el desprecio y la opresión a los que esa mentalidad nos conduce, nos atrevemos a sentir en nuestras entrañas el profundo abandono al que mentalmente nos hemos sometido.
Sólo entonces estamos en disposición de cuestionarnos esos presupuestos, tantas creencias que damos por ciertas, tantas interpretaciones sesgadas que han generado una historia de sufrimiento tan largo.
Quizás entonces podamos ver claramente que las experiencias de esos otros seres humanos, aparentemente más favorecidos que nosotros, no hablan de nuestra insuficiencia con respecto a ellos; no indican que sean más válidos que nosotros. En realidad, no indican nada. Nada de lo que la pequeña mente interpreta tiene ningún significado, pues opera desde una perspectiva limitada, la de la línea horizontal de la existencia, centrada en los fenómenos que van y vienen, que son interpretados desde una historia de carencia y de separación totalmente ilusoria.
Nuestros sentimientos y pensamientos limitados, al ser abrazados y reconocidos íntimamente como lo que son, nos sitúan en nuestra verdadera perspectiva, la del abrazo, la de la inmensa consciencia viva que sostiene cualquier experiencia en su seno, permitiéndola existir sin darle ninguna interpretación.
Todos los juicios se disuelven en el amanecer de esa consciencia que contempla la profundidad de lo que realmente somos, uno con todo: TODO. Este reconocimiento deja para siempre de lado el esfuerzo y el deseo de ser reconocidos como entidades especiales, separadas del resto.
El emerger de esta consciencia real de lo que somos requiere, para mí, de una decisión consciente y radical: “No utilizaré ninguna de mis experiencias para reforzar una imagen falsa de lo que soy”.
Si nos damos cuenta, la dificultad que nos separa de este reconocimiento de lo que somos en realidad es que la mente condicionada utiliza las experiencias para justificar sus presupuestos de pequeñez.
La alternativa: decidirnos a reconocer todo lo que ocurre, todo lo que percibimos y experimentamos como simples expresiones de la vida, sin utilizarlas para alimentar las creencias de nuestro personaje.
Dicho de otro modo, liberar nuestra experiencia de la invasión del ego y entregársela a la vida. Sentir, no pasarnos por alto lo que sentimos, reconocer todo lo que experimentamos en el momento presente y, en lugar de dejar que la pequeña mente lo interprete, admitir nuestra ignorancia básica; no sabemos ni entendemos nada de lo que sucede y, por ello mismo, renunciamos a darle un significado. Podemos así devolver nuestras experiencias al espacio libre y abierto de la consciencia, donde todo es contemplado en su intrínseca inocencia. Esa es nuestra verdadera naturaleza en la que desaparecemos como pequeñas entidades disminuidas.
En este reconocimiento de lo que somos y de lo que cada experiencia es, mera modulación de la energía de la vida, cesa de forma natural la búsqueda de ser reconocidos. Estábamos buscando lo que no nos dábamos.