EL MIEDO A LA SOLEDAD

Cuando nos separamos de la vida mentalmente, pensando sobre ella en vez de vivirla, experimentamos desconexión y soledad. Sentimos un vacío, un espacio que nos atemoriza y que tratamos de llenar con cosas, experiencias, objetos, ocupaciones, sustancias, personas, sonidos, sensaciones…

¿Qué es ese vacío? El vacío de nosotros mismos, el vacío de nuestra presencia. Nos estamos yendo de aquí por juzgar este momento inaceptable. Nos vamos mentalmente de la experiencia de este instante: elucubramos sobre él, lo analizamos, queremos cambiarlo, queremos encontrar otra cosa más atractiva, creemos que no debería ser así y nos contamos historias sobre él relacionadas con el pasado o el futuro. Al escaparnos al reino del pensamiento, dejamos nuestra vida abandonada, sola.

Por esto nos resulta tan insoportable la soledad física. No porque no haya nadie a nuestro lado, sino porque cuando esto sucede y dejamos de estar entretenidos con las idas y venidas de otros seres humanos, tendemos a separarnos de nuestra propia vida a través de nuestros pensamientos que la juzgan. Y experimentamos dolor, tristeza, ansiedad…No causados por la ausencia de personas a nuestro lado, sino por la separación y el rechazo mental de nuestra propia existencia que, al no haber distracciones, se hace más evidente.

Las voces que suenan en nuestra mente, la mayor parte del tiempo atenuadas o refrenadas al vivir enfocados en las actividades que nos absorben o en las personas que nos rodean, se dejan oír más fácilmente cuando ellas no están presentes, pues hay más espacio mental. Entonces reaccionamos con temor y rechazamos ese fantasma que llamamos soledad, considerándolo la causa de nuestro malestar, cuando en realidad es el espejo que nos permite observar la locura de nuestra mente y los sentimientos que genera.

Si aceptamos quedarnos con la experiencia real del momento presente, viviéndola sencillamente, sin contarnos historias sobre ella, respirándola, sintiéndola… puede que descubramos que, en verdad, no es insoportable. No hay nada que temer aquí y ahora. Consiste simplemente en este instante, totalmente inocente. Nada más. Espacio en el que se mueven sensaciones, sonidos, emociones o pensamientos que van y vienen. Si no nos aferramos a ninguno de ellos, no hay nada que temer.

Pero esto nos asusta si no hemos aprendido a observar nuestros movimientos mentales o emocionales y seguimos creyéndonos todas las historias que se pasean por nuestra mente. Preferimos, identificados con ella, declarar que esto no es lo que debería ser y tener así la justificación para evadirnos, forjándonos una película indeseable sobre lo que está pasando aquí o sobre nosotros mismos.

En la totalidad de la vida, sin embargo, todo es incluido, todo es abrazado. Por eso, cuando mentalmente rechazamos algo (situaciones, personas, o nuestras propias emociones) entramos en disonancia con esa totalidad y nos separamos de ella, recluyéndonos en un reducto artificioso donde nos sentimos solos.

Al hacerlo, nos alejamos de la fuente de nuestra vitalidad, de nuestra energía, de nuestra esencia: nos separamos de lo que nos sustenta, la realidad que siempre nos acoge. En realidad, este alejamiento es sólo mental, pues la vida siempre está aquí, envolviéndonos, pero enfocados en nuestra cabeza, no podemos sentirla.

Y, al sentirnos tan aislados, empieza nuestra búsqueda de otra cosa, esa cansada búsqueda de algo más allá. ¿Una pareja quizás? ¿Hijos? ¿Más amigos?

Pues sí, desafortunadamente, la mayor parte de nuestras relaciones tienen como base esta búsqueda de alguien que llene este hueco que nuestra propia ausencia ha dejado. Nos hemos ausentado de nuestra vida, huyendo de ella y se ha creado un espacio doloroso que nos está llamando para que lo atendamos. No nos gusta sentir eso, no confiamos en lo que estamos experimentando, y nos vamos a buscar a alguien que pueda colmar el espacio que dejamos.

Y claro, ese alguien no sabe hacerlo. Puede que nos hagamos esa ilusión e incluso, que parezca funcionar. Pero, ¿es consistente esa presencia de otro? ¿Puedo garantizar su perpetuidad y su mantenimiento? Pretender esa garantía puede conllevar un gran coste, un esfuerzo y un sacrificio quizás desmedido que no tardará en mostrar su inutilidad.

El otro no pude llenar mi propia vida, pues se debe a la suya. Y esa es su responsabilidad. Cada uno tiene como tarea penetrar de consciencia y de calidez su propio mundo. Cada uno es responsable de sus propias sensaciones, emociones, pensamientos y experiencias. Ocuparse de los espacios que corresponden a otro es una carga innecesaria que nos genera confusión y malestar, pues olvidamos lo que realmente nos corresponde: nuestro propio universo.

Con la aparente buena intención de hacer felices a otros, evitarles el sufrimiento y ayudarles nos olvidamos de la fuente de la felicidad, que brota de nuestra conexión interna. Y sin esa íntima sintonía con nuestro ser, es imposible poder ofrecer una ayuda auténtica. Trataremos de mejorar torpemente fuera lo que no hemos contemplado dentro.

Sin embargo, viviendo desde nuestra consciencia profunda, es posible que nos veamos a veces acompañando o conversando con alguien que está triste, atendiendo situaciones en que nuestra presencia puede ser útil, pero no desde un empeño por ayudar que mantenga una identidad servicial. Habrá sucedido de forma natural, sin pretensiones, como brotan las flores o surgen las olas en el océano. Como podríamos estar ocupándonos de nuestras plantas o leyendo algo que nos gusta. Es indiferente, en realidad, si lo que va surgiendo de la conexión íntima con el ser se enfoca o no en una persona.

Una vez instalados en nuestro hogar interno, hemos dejado de sentirnos solos, estemos o no acompañados físicamente por otros seres humanos. Ocuparnos de nuestras necesidades a través de pequeños gestos o tareas es tan amoroso como ocuparnos de las de otros. Todo nos pertenece.

Este instante es lo único que se me ofrece para ser llenado de mi presencia. Puede o no haber personas conmigo, pero siempre está la vida, un espacio infinito y real colmado de vitalidad: el ambiente que me envuelve, la luz que me ilumina, los pájaros que cantan, los objetos que observo, el suelo en que me apoyo, el aire que me respira. Mis emociones y pensamientos, apareciendo y desapareciendo como oleadas, las sensaciones que me atraviesan, mis pensamientos de aprecio, mi creatividad e intuición. Y el silencio que lo envuelve todo. Todo está ahí para ser incluido en esta amable espaciosidad que es la vida. En realidad, ¿qué es amar sino incluir lo que está aquí en lugar de temerlo o evitarlo?

Al conectarme con la experiencia de este momento, automáticamente me uno a la consciencia, la dulce presencia que todo lo sostiene. Este es el valor y el sentido de practicar la atención a las pequeñas cosas de la vida, a los aspectos ínfimos de nuestra experiencia. Es ese gesto de conectar el que me sitúa en mi verdadero lugar, en el espacio de consciencia amorosa que soy.

Mi hogar es el momento presente, sea cual sea su apariencia. Puedo quedarme en mi hogar, no temer sus sensaciones, no darles significado ni crearme películas sobre ellas. Sólo sentirlas, vivirlas momento a momento dejándolas suceder, me reconcilia con la vida y me permite descansar en ella.

¿Dónde queda la soledad si me siento unida a todo?

Desde mi experiencia, sólo cuando nos enamoramos de nuestra soledad estamos capacitados para vivir una relación real con otro ser humano. Entonces, ya no la utilizamos como un medio para sentirnos acompañados: se convierte en un espacio libre en el que nos compartimos sin buscar nada, sin temer nada, por el simple gozo de ser y de experimentar juntos lo que somos.

Texto extraído del libro “Del hacer al ser” (Editorial Sirio)

Capítulo 7: “Las relaciones, la vía directa hacia ti”

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