¡A DANZAR!

Durante mucho tiempo busqué la quietud física como el modo privilegiado de conectar con el ser, el sustrato profundo y silencioso que es nuestra esencia, la vida que somos. Fue absolutamente necesario, lo reconozco, ya que la mayor parte de mis movimientos estaban dirigidos por una mente agitada, buscadora, insatisfecha y tremendamente estresada. Nos hace mucho bien aquietarnos físicamente ya que, al hacerlo, podemos ser más conscientes de la locura de esa mente inquieta mientras descansamos en la consciencia que somos. Mientras nuestro hacer cotidiano está siendo guiado por las exigencias, impulsos ciegos o temores de la mente superficial, la observación se hace muy difícil, por no decir imposible. El aquietamiento físico es necesario.

Sin embargo, a medida que vamos afianzándonos en ese espacio interno de quietud y enamorándonos de la presencia viva que somos, aprendemos a contemplar desde ella todo lo que va y viene (pensamientos, emociones, sensaciones, movimientos de todo tipo) sin identificarnos. Y quizás, en medio de cualquier situación, en el corazón de toda experiencia, podemos ya sentir esa presencia y vivirnos desde ella. La consciencia está siempre ahí, inundando y sosteniendo cualquier situación, por móvil que sea. Todo forma parte de ella.

La vida se expresa en una danza constante. Para mí es apasionante la aventura de moverme con lo que se mueve mientras descanso en esa presencia viva que todo lo anima y de la que todo surge. Al unirme, por ejemplo, al movimiento natural de la respiración, descubro cuánta energía se despliega y puedo disfrutar. Y del mismo modo, puedo fusionarme con cada movimiento que ejecuta mi cuerpo. Caminar, hablar, abrazar, bailar… Cada gesto, cada movimiento es una expresión única de ese manantial de vida infinita tomando forma, apareciendo y desapareciendo. Al vivirlos conscientemente, me uno a la danza, la disfruto, me dejo mover por ella y me siento parte de una gran creatividad que quiere expresarse.

Desde la presencia, me doy cuenta de que los movimientos ya no surgen de una mente separada que se agita para validarse o protegerse. Brotan de una consciencia que quiere conocerse y expresarse en el mundo de la forma. Siento mi cuerpo es como un instrumento que quiere afinarse con la melodía de la vida que está sonando y le encanta estirarse, abrirse, hacerse más sensible, más receptivo y, al mismo tiempo, más fuerte pudiendo dejarse atravesar por energías a veces intensas, que quieren transitarlo. Hay un goce profundo en el movimiento, en sentir esa vida sin nombre y sin forma expresándose con gran dinamismo en espontáneas modulaciones que me colman de asombro.

Me siento nutrida profundamente al moverme así, en conexión con la existencia. La energía se renueva cuando nado, camino, bailo, practico ejercicios de Gi Gong o me dejo danzar espontáneamente al ritmo de mi respirar. Y también cuando me conecto íntimamente a cualquier movimiento cotidiano o de mi emocionalidad…

Alegría, movilidad, ligereza… ¡A danzar! A danzar con todo tipo de corrientes, de emociones, de situaciones, sí, viviéndolas desde nuestra amorosa consciencia. Deleitémonos con la riqueza de matices que podemos experimentar vivenciando cada movimiento, acción o emoción… Y dancemos también con música, con cualquier música que vibre para nosotros, que nos conecte con el corazón. También sin ella, con los sonidos del entorno natural… En cualquier momento en cualquier lugar, seamos como niños que dejan mover sus cuerpecitos al son del ritmo que acaban de escuchar. Dancemos con la vida, dejándonos atravesar por su impulso irrefrenable y dejemos despertarse en nosotros la vitalidad sagrada que mueve el universo.

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