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LA NUTRICIÓN HOMEOPÁTICA




Siempre me he preguntado por qué aceptamos ciertas convenciones y las creemos tan a pies juntillas que las hacemos nuestras, integrándolas en nuestra vida y asu­miendo directamente que «las cosas son así». Sucede en muchas situaciones, pero a mí siempre me ha llamado la atención cómo se aplica en el tema de la nutrición.

Desde muy niña me recuerdo reflexionando: ¿Por qué hay que comer tres veces al día? ¿Y por qué hay que comer esos platos tan repletos? Mi experiencia cotidia­na era que cuanta más cantidad ingería de algo, menor era el disfrute que sentía y mayor el cansancio y desgaste energético que notaba al procesar lo comido.

Observaba esos bajones de vitalidad tras las comi­das de mediodía, esa sensación de pesadez que me deja­ba desganada para emprender cualquier cosa y que ha­cía que toda tarea me pareciera un mundo. Sobre todo, notaba la merma en mi motivación, en mi alegría y en mi nivel de inspiración.


Y no es que no deseara comer. Los aromas, los sa­bores, las texturas, me apetecían y motivaban con fre­cuencia. Pero el estado que vivía después no colmaba en absoluto esa expectativa de disfrute con la que me sentaba a la mesa.

Esto no es en absoluto generalizable: sé que para muchas personas no sucede así. Pero esta experiencia, para mí recurrente, me hacía preguntarme una y otra vez: ¿Es esto necesario? ¿Necesito someterme cada día a este vapuleo que me deja agotada? ¿No habrá otra ma­ nera de vivir la alimentación?

Además de mis numerosos cambios de dieta y mi descubrimiento del ayuno, una de las iniciativas que empecé a explorar con pasión fue la de experimentar con las cantidades que ingería.

Mi experiencia ha sido siempre que solo los prime­ros bocados de cualquier alimento los vivo con entusias­mo y disfrute. Lo que sigue después me suele resultar monótono y no solo pierdo el interés, sino que, si estoy atenta, me doy cuenta de que mi sistema no lo necesita para nada. Se va convirtiendo en pesadez en el cuerpo.

Así que decidí vivir con intensidad la experiencia de mis primeros bocados, sin necesidad de determinar si seguiría comiendo después de saborearlos. Acoger cada uno de ellos como un regalo a desenvolver, a ex­plorar en todos sus matices de sabor, olor, textura, soni­dos, evocaciones, sensaciones internas... Respirar con ellos, abrazarlos con mi boca... Toda una experiencia irresistible de amor que, a veces, me animaba a seguir apreciando un bocado más. Aprendí a hacer una pau­sa antes del siguiente, una pausa de reconocimiento. Y descubrí qué valor tiene el silencio cuando estás abra­zando algo, da igual que sea un trozo de manzana en tu boca o un ser humano entre tus brazos.

Fui constatando también que tomar cada bocado en esa consciencia me permitía ahondar en él, yendo hacia su esencia. Saber que la luz es la sustancia básica de la que todas las formas surgen, me invitaba a masti­car dejando que esa energía luminosa se destilara ya en mi boca.

Y la sensación era, a veces, desbordante. ¡Comer luz! ¡Liberar la luz que hay escondida en cada alimento! Me parecía sencillamente apasionante y plenamente sa­tisfactorio cada vez que lo experimentaba.

Estas experiencias empezaron a ofrecerme reve­laciones valiosísimas. En primer lugar, me di cuenta de que, tras disfrutar intensamente de esos bocados, notaba con claridad cuándo ya era suficiente y era el momento de detenerme. La vida, a través de mi cuer­po, me invitaba a confiar, lo cual no era en absoluto bien aceptado por mis pensamientos, empeñados en no sa­lirse de lo conocido. Cuando los seguía obedeciendo, atemorizada por sus argumentos de una posible desnu­trición, sufría unas horas más de pesadez y cansancio. Cuando me atrevía a escuchar a la vida en mí, todo se dinamizaba enormemente. Me levantaba de la mesa lle­ na de energía, feliz y dispuesta a abordar cualquier tarea que se me pusiera por delante. Noté que mi nivel energético aumentaba extraor­dinariamente tras comer de esta manera, y ello me mo­tivaba a seguir investigando.


No puedo ocultar la inse­guridad, que a veces experimentaba, ante las reacciones de los que me rodeaban al expresar temores que yo mis­ma abrigaba sin darme cuenta. Sobrepasarlos no era tarea fácil al principio. Sin embargo, la evidencia siempre me iba mostrando que puedo confiar en esa sabiduría interna que me guía. Los resultados eran claros. Como decía antes, mis análisis sanguíneos nunca han revelado carencias de ningún tipo y mis capacidades físicas, mi resistencia, mi estado de salud y fortaleza, han probado que mis necesidades es­taban realmente cubiertas.

Muchas personas argumentan, cuando conversa­mos sobre el tema, que comer es un gran placer que no apetece disminuir. Me dicen que aman la comida. Lo comprendo muy bien. Yo también la amo. Sin embargo, en mi caso, precisamente por eso, cuando deseo comer, prefiero honrarla y disfrutarla en las cantidades que me permiten que esa experiencia sea gozosa de verdad, vi­viéndola con intensidad y alegría.

Esta exploración tan viva me lleva a preguntarme con frecuencia: ¿Podría ser que las pequeñas cantida­des de comida tomadas con esa consciencia y disfrute reflejaran la misma ley de la homeopatía? Es decir, ¿a menor concentración de sustancia, mayor es el efecto que puede desencadenar en un organismo?

Hoy me atrevería a decir que sí, pero subrayando el valor de la consciencia. No es la cantidad en sí, sino la presencia que envuelve el acto de comer lo que hace de la comida una fuente de energía y vitalidad. Sobre todo, la comprensión de que eso que comemos no es solo un alimento, un objeto sensorial, sino que, más allá de su forma, se encuentra su tesoro: su esencia luminosa. Cuando nos enfocamos en ella, nos reconocemos tam­bién en nuestra esencia y nos sentimos profundamente nutridos.


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