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ABANDONO




Lo más doloroso que sucede cuando nos creemos los juicios de la pequeña mente es el abandono que experimentamos y del que quizás, no somos muy conscientes.


Cada vez que me engancho en un juicio que surge en el campo de mi consciencia, automáticamente abandono la amplitud, el espacio luminoso del ser para contraerme en un reducto muy, muy limitado: un pensamiento referido a algo o a alguien que percibo también limitado, desde la limitación en que me acabo de posicionar.


Resumiendo: me olvido de quién soy para confundirme con un "alguien" (objeto) que se pronuncia sobre otros "alguienes" (objetos). Y esto es muy doloroso.


Aunque estamos acostumbrados a vivir desde las cansinas opiniones de la mente, el malestar que sentimos y que a veces no podemos explicarnos, tiene esa simple raíz: al adherirnos a ellas nos alejamos del entrañable hogar del presente, donde la vida respira, late y es profundamente sensitiva. Abandonamos el espacio del corazón, que es otro modo de aludir a nuestro cálido Hogar.


Pudiera parecer que cuando mis opiniones están revestidas de un halo de espiritualidad o consciencia no estoy haciendo eso: "¡Cuánta inconsciencia hay en el mundo!", "Nadie se mira a sí mismo", "El miedo reina en la sociedad", "Deberías estar más presente"...


Y, sin embargo, si me detengo con atención mientras me pronuncio así, aunque sea mentalmente, lo que experimento en ese instante es separación, no sólo del mundo o de la persona a la que me estoy refiriendo, sino de mi propia vida. Me he alejado de la amorosa presencia que todo lo abraza, lo envuelve y lo constituye. Me he distanciado de la ternura de mi aliento, de la vida vibrante que se mueve en mí para girar mentalmente en torno a una pequeña idea desvitalizada a la que he dado mucho valor.


En realidad, no he abandonado nada. Todo ha sucedido en esa consciencia que soy y de la que nunca me puedo separar, pero obnubilada con mis historias, puedo sentir desconexión, dureza y una tensa soledad.


Parece que me sitúo en un lugar de sabiduría en el que puedo opinar con prepotencia sobre algo que a mí no me incumbe. Y, precisamente, si percibo eso en el mundo, ¿no será que necesito mirar cómo eso sucede en mí? Como todos sabemos, lo que percibimos habla más de nosotros que de la realidad.


Mirar dentro no es juzgarme. Es sólo mirar, atreverme a explorar. Quizás esa inconsciencia que veo fuera, esos miedos, esa falta de presencia, se den en mi propia experiencia. Verlo es suficiente, no necesito ahora encerrarme en mi propio calabozo. Cuando los juicios moralizantes se refieren a mí, parecería que estoy intentando ayudarme ("No lo estoy consiguiendo", "Aún no soy capaz de amar incondicionalmente", "Vivo en la inconsciencia"...) Sin embargo, no es así. Sigo separándome del instante mentalmente, privándome de su vitalidad siempre disponible, al identificarme con un pequeño yo que necesita ser corregido.


La consciencia del corazón no juzga, no critica, no se posiciona aparte de lo que aparece en ella. Abraza todos los juicios, todos estos simulacros de espiritualidad que usamos para separarnos sutilmente de la realidad.


¿Se pronuncian los rayos del sol sobre los otros rayos o sobre los que aparece en su radiación? ¿Moralizan? ¿Dan lecciones? No. Sólo envuelven, penetran, inundan todo de luz.

Pues así, como ellos, somos en esencia y olvidarlo duele.

La buena noticia es que ese dolor tiene mucho sentido: su aparición nos recuerda el abandono que se está produciendo y nos invita a regresar, a recordar lo que somos, la luz de la consciencia que sólo sabe amar.


Desde esta perspectiva, no es que estemos ciegos ante lo que sucede. Podemos ver, claro que sí. La contemplación, sin embargo, es amplia, abarca la totalidad, no se encierra en ciertos aspectos reducidos ni los aísla. Esa visión nos lleva, si fuera necesario, a las acciones justas que surgen por inspiración desde lo impersonal, desde lo profundo.


Entonces... ¿qué hacemos? ¿Seguimos condenándonos por juzgar y por no haber accedido a esa amplia visión? Nooooo... Está bien que surjan los juicios, está bien apegarnos a ellos, está bien sentir el abandono de la amplitud que ello supone, el dolor de la separación, todo eso es necesario y realmente útil si se está dando.


Simplemente, activemos la atención y usemos la experiencia para recordar. Hagámonos sensitivos y amorosos hacia nuestro mundo interior, enamorémonos tanto de la luz que somos que no podamos soportar olvidarla para encerrarnos en los apagados reductos del juicio separador.


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