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EL MEJOR REGALO



Hoy me gustaría compartir contigo un regalo, la hermosa y simple comprensión que me inspira y que cada día puedo contemplar y compartir de mil maneras.

Tú también lo sabes, todos lo sabemos: existe un campo, la amplitud infinita del ser, siempre presente, aquí y ahora, el sustrato del que surgen todas las formas. Es lo que soy realmente.

Al identificarme con esas formas que van apareciendo y desapareciendo, me olvido del sustrato que las sostiene. Confundiéndome a mí misma con una de ellas, creyéndome un cuerpo separado de otros, me siento disminuida y carente. En un intento de llenar ese vacío, busco en esas formas lo que he olvidado, la plenitud que sólo brota de mi naturaleza ilimitada y abundante, lo que soy en esencia.

El hacer en el que transcurren nuestras vidas es un intento obcecado en conseguir que el mundo nos dé lo que no puede darnos. Creyéndonos los hacedores, vivimos en un esfuerzo constante, sobre todo mental, intentando que funcione la ilusión de que las cosas que van y vienen son la fuente de nuestra felicidad. Elucubramos, planeamos, invertimos mucha energía mental en intentar ser alguien capaz de conseguirlo. El yo hacedor piensa compulsivamente y sus pensamientos generan un gran malestar: estrés, frustración, miedo, culpa… Para deshacerse del mismo, necesita seguir haciendo cosas: se trata del hacer adictivo, que incluye no sólo tareas, sino también relaciones, sustancias, y un modo de pensar compulsivo que esconde el miedo a sentir ese mismo malestar.

Esta proyección en el mundo de lo que hemos olvidado es la mayor irresponsabilidad que puede concebirse. Buscamos fuera lo que vive en nosotros constantemente: la fuente de nuestra paz. De esta irresponsabilidad básica surgen muchos problemas en el camino, muchas resistencias, pues el mundo no puede darnos eso que le pedimos y forzarlo nunca funciona. Tal confusión lleva consigo una decepción enorme al constatar, una y otra vez, que estamos buscando lo imposible.

Felizmente, hay otra manera de contemplarlo todo: las cosas que aparecen en nuestro mundo, sea cual sea su naturaleza, están ahí para devolvernos al campo, al sustrato, a la consciencia infinita de la que surgen, a Dios. Y devolverlas a ellas también.

El sufrimiento consiste en ignorar esa posibilidad y quedarnos dando vueltas en torno a ellas. Lo hacemos de muchas maneras: tratando de resolverlas al considerarlas problemas, intentando utilizarlas para sentirnos mejor, buscándolas para incrementar nuestra sensación de ser alguien o tratando de evitarlas... De cualquier modo, nos alejamos de nuestro hogar natural.

Eso son las relaciones que el personaje entabla con las cosas: una cadena de haceres que parecen separarnos del océano abundante de la vida que siempre ES.

Nuestro aprendizaje ahora consiste, precisamente, en un cambio radical de perspectiva: en lugar de quedarnos “prendidos” de lo que se mueve en torno nuestro o dentro de nosotros, magnificando así el mundo de la formas cambiantes, usarlas para recordarnos el sustrato del que surgen, la unidad de la que provienen. Devolver cada ola al océano, en lugar de entretenernos con ellas, intentando controlarlas o cambiarlas. Y esto es aplicable en todo.

Pongamos un ejemplo simple: imagina que te suelen afectar emocionalmente las formas que tiene otros de expresarse, sus gestos o palabras, tendiendo a darles mucho significado y a involucrarte mentalmente en ellas. Inmediatamente, surgirá una contracción o inquietud que, si pones atención, te indica que has abandonado tu espacio de amplitud para reducirte en suposiciones innecesarias… Ese malestar es el modo que tiene la vida de recordarte que has abandonado tu hogar por un momento, de recordarte tu espaciosidad esencial.

Puedes detenerte por un instante y observar ese hipnótico impulso a involucrarte en los comentarios mentales que surgen, así como la agitación emocional que generan. Puedes sentir en tu intimidad las sensaciones que experimentas y darles el espacio que necesitan para expresarse. Decides así una nueva contemplación.

Precisamente, desde esa conexión con nuestro silencio, es posible identificar y reconocer el mundo de las cosas como lo que son: percepciones (objetos, situaciones y personas que vemos, oímos, tocamos…), sensaciones, emociones, pensamientos… Cada una de estas cosas nos está pidiendo algo muy diferente de lo que les hemos estado dando hasta ahora. Nos están pidiendo ver, más allá de lo que parecen mostrar, su esencia, el espacio, el sustrato del que surgen. Y devolver el enfoque a ese sustrato, en lugar de alimentar la forma que están tomando, su “cosificación.”

Esto es todo. Recordar y volver al Hogar.

Este es el mejor regalo que yo me puedo ofrecer y es también el mejor regalo que les puedo dar a las cosas: reconocer lo que son en esencia. Las situaciones, las personas, los acontecimientos y objetos de nuestro mundo son, simplemente, formas que esperan ese reconocimiento esencial, que sólo puede ocurrir en el presente.

Si me dedico a alimentarlas con mi enfoque reducido a su limitado ámbito, no pueden encontrar su espacio de libertad. Es a mí, sabiéndome la luz de la consciencia, a quien me corresponde dárselo, al no esperar ni temer nada de ellas, al decidirme a vivirlas como lo que son: ilusiones, un juego ficticio que va y viene, sin ningún poder sobre mí.

Si no le diéramos tanta importancia o significado a lo que percibimos, permaneciendo arraigados en nuestro espacio interior, no necesitaríamos que esas apariencias cambiaran para hacernos sentir mejor. Asistiríamos a sus cambios espontáneos o participaríamos en ellos creativamente, no movidos por la necesidad.

Pero al olvidarnos de nuestra identidad profunda, la consciencia que somos, queremos ocuparnos de arreglar el mundo que nos rodea, hipnotizados por sus formas llamativas, que parecen atentar contra nuestra frágil identidad superficial. Y cuando ese mundo no nos reconoce, nos sentimos frustrados, pues al habernos desconectado de nuestra fuente de vida, nos sentimos vacíos y necesitados de una compensación.

Comprender esto es fundamental. Si nos olvidamos de la amplitud de nuestra verdadera naturaleza, para ocuparnos de lo pequeño, inmediatamente nos empequeñecemos y tendremos que contentarnos con las migajas que nos ofrece la pequeñez.

Recordemos nuestra naturaleza profunda, abierta y espaciosa, una con todo. Cada detalle de nuestra vida está ahí para ayudarnos a evocar nuestra radiante esencia, que nunca perdimos.


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