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ACOGER LOS PENSAMIENTOS



Mi aprendizaje, ese que comparto mientras voy comprendiendo, consiste en darme cuenta, momento a momento, de que todo lo que aparece en el espacio de mi consciencia (percepciones, sensaciones, emociones y pensamientos) lo hace para ser amado, es decir, incluido, atendido, permitido...

Sin embargo, aunque la apertura y la intimidad van surgiendo hacia aspectos como las emociones presentes o las sensaciones a veces difíciles que experimentamos, el mundo de los pensamientos, esos que nos parecen amenazadores o dolorosos, parece no poder entrar en ese espacio permisivo y amable.

¿Cómo?, ¿amar los pensamientos? Pero si estamos siempre intentando eliminarlos, rechazarlos, evitarlos, anestesiarlos, cambiarlos o ignorarlos para que no nos dañen. Si, además, son falsos, no nos sirven para nada y están siempre generando emociones conflictivas en nosotros... ¿cómo podríamos amarlos?

El pequeño yo que creemos ser no puede, sin duda, hacer esto: él mismo no es sino un manojo de esos pensamientos que parecen conformar una personalidad sólida, y su manera de perpetuarse es girar en torno a ellos, ya sea aferrándose a unos o rechazando otros. Pura mente.

Sin embargo, el amor del que estamos ocupándonos no es el amor del personaje que jugamos, ávido siempre de experiencias positivas y renegando de todo lo que perturbe su precario estado de costoso equilibrio.

El amor del que hablamos es nuestra profunda naturaleza.

Y el sentido de esta palabra desde esa consciencia difiere radicalmente de lo que normalmente se comprende. Amar es lo que hace la vida constantemente: reconocer, intimar, permitir a todo que sea tal y como es. Al alinearnos con ella, aprendemos esta natural capacidad de ser apertura y conexión para todo.

Permitir que los pensamientos vayan y vengan en el espacio de la consciencia sin apegarnos a ellos es ya todo un lujo. Es muy liberador saber que no somos ellos, que podemos dejarlos pasar. Ello nos da un respiro. En eso consisten la mayor parte de las técnicas meditativas y es verdad que, para todos los que las hemos practicado, es un gran alivio esta distancia que se establece ante las imágenes de las que siempre hemos sido víctimas al creérnoslas.

Sin embargo, esta sola habilidad, dar espacio, no es completa. El amor no es sólo esa permisividad que deja que todo sea como es sin participar de la experiencia. El amor es también intimidad, acogida, penetración y profunda comprensión.

Y los pensamientos que pensamos (y me refiero en particular a esos a los que nos apegamos, nos creemos y con los que nos confundimos), como toda experiencia que vivimos, no tienen por qué ser privados de este tipo de acogida, intimidad y comprensión. De hecho, para eso aparecen, como todo en nuestra vida.

Todo, en nuestra experiencia, busca ser reconocido como lo que es, amado por lo que es, comprendido como lo que es. También los pensamientos. Nuestra dificultad para acogerlos proviene de que los hemos confundido con realidades al darles nuestra credibilidad, al identificarnos con ellos. Les hemos dado nuestra energía y un poder que no tienen al considerarlos algo externo que puede amenazarnos. Los tomamos como algo personal que nos define o nos puede determinar.

Como niños que se asustan o se conmueven ante las imágenes de una película, adentrándose en ella y gozando o sufriendo con ella, nos hemos creído e identificado con esa imaginería mental. Nos hemos identificado con muchas historias que, sin indagar, damos por ciertas y hemos adquirido el hábito de vivir en ese mundo virtual que parece alejarnos de la inocente realidad que nos sustenta.

Dejar pasar los pensamientos es un primer paso muy liberador, pero muchos de ellos, al haber sido tan nutridos y creídos, insisten en venir a visitarnos. Y algo en nosotros insiste en rechazarlos, en protegerse, en eliminarlos para quedarse en paz. Ese es el mecanismo que les sigue reforzando. Y, sin embargo, no es eso lo que piden.

Es como si un niño asustado viene muchas veces a nuestros brazos para ser abrazado y nosotros insistiéramos en alejarlo o rechazarlo. Al hacerlo. estaríamos alimentando su anhelo de reconocimiento, que crecería al ser evitado.

De igual modo, un pensamiento, como uno de nuestros hijos, sólo puede descansar cuando es reconocido como lo que es: una imagen virtual o una historia carente de realidad. Pero mientras lo sigamos confundiendo con la realidad, el pensamiento no está siendo honrado, contemplado en su naturaleza de pensamiento. Como todo lo que se presenta en nuestra vida, busca intimidad y comprensión, no rechazo.

¿Qué sería intimar con un pensamiento? Aceptarlo, mirarlo con interés, curiosidad, observar profundamente lo que propone y comprender su origen. Reconocerlo como un pensamiento, sin confundirlo con la realidad, muchas veces es difícil porque nos creemos su enunciado y, automáticamente nos aferramos a él o lo rechazamos.

Por eso la indagación es necesaria. Mirarlo profundamente, entrar en contacto con él, hacerle preguntas, dejar que las respuestas surjan con honestidad; dejarnos sentir nuestro estado emocional cuando nos lo creemos; observarlo como una proyección hacia afuera de algo que quizás nos resulta difícil asumir; darnos cuenta de que tuvo un sentido en algún momento y por eso lo aceptamos como cierto, pero que ya no nos sirve su compañía y podemos dejarlo ir, ahora ya sin ningún rechazo ni temor.

Aceptar esta contemplación de lo que evitamos, como decía, no es algo que podamos hacer desde la mentalidad del personaje con el que nos confundimos. El hacer de éste es siempre utilitario. Este tipo de acción la emprendería con un sólo objetivo: ver si le resulta para, por fin, deshacerse de lo que le perturba.

No, no se trata de esto. ¿Cómo voy a acoger algo si lo hago para deshacerme de ello lo antes posible?

La consciencia viva no opera así. Simplemente incluye, intima, abraza, comprende y deja ir. Aprendamos de la vida, no excluyamos de nuestro abrazo a esas "criaturas" que un día utilizamos para proteger nuestra desnudez y parecían permitirnos sobrevivir con sus interpretaciones en un mundo que, aunque inventado, se nos antojó amenazador. Abracémoslas, démosles nuestro reconocimiento y comprensión, nuestra gratitud por su presencia y dejémosles ir en paz. Sintamos la libertad infinita que sólo el amor verdadero puede despertar. Ese amor es lo que somos.


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